Parte 1

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—¿Y tú quién demonios eres?

No es que fuera la mejor frase para recibir a una nueva compañera de piso, pero el tío que me había abierto la puerta parecía no pensar lo mismo. Debía rondar los veintidós años. El pelo moreno, que llevaba alborotado por completo, le caía sobre la cara. Su expresión somnolienta indicaba que se acaba de despertar, lo que explicaba al menos en parte su nada acogedor recibimiento. Y lo peor de todo es que lo único que llevaba puesto eran unos bóxer negros que se ajustaban a la perfección a su cuerpo y dejaban muy poco espacio a la imaginación.

¡Estaba buenísimo! 

Los músculos del abdomen se le marcaban con tanta precisión que parecían haber sido cincelados por un diestro escultor a partir de un bloque de mármol. Sobre la cadera izquierda lucía tatuado un pequeño dragón con la boca abierta y una llamarada roja brotando de ella. El dibujo onduló junto con su piel dorada cuando cambió el peso de una pierna a otra en actitud impaciente. Enarqué las cejas, reprochándole su falta de educación, y a sus labios asomó una sonrisa de suficiencia. De forma automática lo incluí en la categoría de buenorro perdonavidas. Siempre había tenido la manía de clasificarlo todo, incluso a las personas. 

Mi madre decía que catalogar lo que me rodea no me dejaba avanzar, porque la vida jugaba según sus propias reglas y sus propios planes. Pero yo seguía ateniéndome a mis particulares principios e intentando obligar a la vida a ser como yo creía que debía ser. He de decir que casi nunca me funcionaba. El perdonavidas me dio la espalda y me dejó allí plantada. Había que reconocerle que su retaguardia era igual de impresionante. Torcí la cabeza para ver cómo se marchaba por el pasillo hasta que una chica rubia y con el pelo rizado ocupó su lugar. Sus ojos, grandes y de color avellana, resaltaban sobre unas débiles ojeras. 

—Lucía —se presentó, y me dio dos besos.

—Tú debes de ser Rebecca. No hagas caso de Jota. 

—Puedes llamarme Becca. 

Asintió y me invitó a pasar.

La seguí al interior del piso. El salón, bastante amplio y con dos grandes ventanales por los que entraba el sol del mediodía, tenía el aspecto de haber sido arrasado por un batallón de orcos. Había vasos con líquidos de diferentes colores sobre todas y cada una de las superficies horizontales, incluido el suelo, una mesa repleta de los restos de una comida improvisada y sillas apiladas unas sobre otras. El aire olía a una mezcla de humo, sudor y alcohol. Y en el sofá otro chico dormitaba con los brazos sobre la cara. 

Clara, mi mejor amiga, había sugerido que compartir piso con su prima era una buena idea. Me había dejado convencer porque no conocía a nadie en Madrid, y al menos así podría contar con algo de ayuda para acostumbrarme a una ciudad que me era del todo extraña y en la que jamás había puesto un pie hasta ahora. 

—¿Habéis adelantado mi fiesta de bienvenida? —me burlé, tras echar un vistazo rápido a mi alrededor. 

—Perdona el desorden —se disculpó, frotándose los ojos con insistencia—. Clara me había dicho que llegabas mañana. 

—No te preocupes, al menos se ha acordado de decirte que venía. Mi amiga Clara era la persona más despistada que hubiera conocido jamás. 

Cuando salíamos juntas iba a buscarla media hora antes para no llegar tarde a los sitios. No había ocasión en la que no tuviéramos que regresar a su casa para recoger algo que había olvidado.

—Bueno, ya conoces a Jota, míster simpatía. Esa marmota de ahí —añadió, señalando al tío del sofá y sonriendo— es Nico, mi novio. Anoche fue su cumpleaños y de ahí este desastre. La fiesta se nos fue un poco de las manos y no hemos tenido tiempo de nada.

Antes de que me dejes ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora