Parte 11

509 28 0
                                    

Antes de poner el motor en marcha, en un arranque de caballerosidad, Jota me había cedido su cazadora de cuero, no sin dedicarme una larga mirada de pies a cabeza.

—Póntela, ¿quieres? No me gustaría llegar a casa y comprobar que te has convertido en un cubito de hielo.

—No hace frío —protesté, solo por llevarle la contraria.

—Solo es una chaqueta, B, no un anillo.

Se la arrebaté y me la puse.

Conservaba el calor de su cuerpo y olía tanto a él que fue como si me hundiera de nuevo en su pecho. Cumplió su promesa y esta vez convirtió nuestro viaje en un agradable paseo, aunque yo no dudé en anclarme a su cintura por si decidía jugármela de nuevo. Pero Jota no parecía tener ninguna prisa por llegar.

Dejamos atrás el Parque del Retiro y cuando giró hacia el sur fruncí el ceño. No había necesidad de tomar ninguna ruta alternativa, a esas horas de la madrugada las calles estaban prácticamente desiertas.

—¿A dónde vas? —le grité a través del casco, cuando me quedó claro que no se dirigía al apartamento que compartíamos.

—A dar una vuelta —respondió, evasivo.

Debería haber imaginado que acabaría metida en algún lío en cuanto se ofreció a acercarme. No podía creer que hubiera caído otra vez en su trampa. Mascullé una maldición y me tragué los insultos que me venían a la mente a la espera de que estuviera sana y salva y con los pies en tierra firme. Pocos minutos después me era imposible ubicarme.

Nunca antes había estado en Madrid y, aunque me defendía con el plano del metro en la mano, callejear por aquella ciudad era harina de otro costal. No tenía ni la más remota idea de a dónde me estaba llevando. Mi enfado no hizo más que aumentar al contemplar el acceso del parque frente al que detuvo la moto.

—¿Bromeas? —inquirí, sin hacer ademán de descender del asiento—. No soy una quinceañera a la que puedas meterle mano de madrugada en el banco de un jardín. Jota se quitó el casco y se volvió con un brillo travieso en los ojos.

—No es un jardín. Tiene una de las mejores vistas de toda la ciudad, y no te he traído aquí para enrollarme contigo.

No sabría decir si su afirmación me decepcionaba o no.

Estar a su lado era como sentarse sobre una bomba de relojería y rezar para que el mecanismo de ignición no cumpliera su función. Pero lo peor era que me intrigaba su forma de actuar y no podía evitar sentirme atraída hacia él como si fuera imán y yo un trozo de metal. Al menos por ahora me mostraba su cara más amable.

«Y por ahí se va mi propósito de mantenerme al margen de los problemas», reflexioné, aceptando la mano que me tendía.

El camino estaba bordeado de árboles y una fila de farolas, y discurría entre pequeñas colinas. Conté al menos siete promontorios. No entendía de qué vistas hablaba Jota, si apenas alcanzaba a ver los edificios cercanos. Cuando me obligó a ascender por una de las laderas estuve a punto de dar media vuelta y volver a casa por mis propios medios. Pero una vez arriba el paisaje me dejó sin aliento.

—No es uno de los sitios más turísticos, incluso hay muchos madrileños que desconocen que existe —murmuró en voz baja—. Pero no encontrarás un sitio mejor para creer que todo es posible.

Comprendí a la perfección lo que intentaba transmitirme.

La ciudad se extendía a nuestros pies, totalmente iluminada, como un manto resplandeciente. Se divisaba El Retiro, el famoso pirulí entre las torres Kio e incluso una estación de tren que supuse era Atocha. Por un momento me dio la sensación de que habíamos alcanzado el Olimpo griego y el mundo solo era un patio de recreo en el que jugar con el destino de unos pocos humanos. Me dejé caer sobre la capa de hierba que tapizaba el suelo y Jota se sentó a mi lado. Sentí la humedad traspasar la tela del pantalón vaquero que llevaba puesto, pero no me importó. Estaba demasiado impresionada para protestar.

Antes de que me dejes ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora