Parte 8

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—Necesito más cervezas y ron. ¿Puedes echarle una mano a Jota? —me urgió Lucas—. Ha bajado al almacén.

Tragué saliva al escuchar su petición.

Nunca había tenido la apariencia de chica frágil de la que gozaba Lucía y era muy capaz de cargar cajas de bebida, es más, siempre protestaba cuando algún tío se las daba de que las tías no podíamos realizar ciertos trabajos porque resultaban demasiado físicos. No tenía ningún reparo en ayudar, pero hubiera preferido no formar equipo con Jota.

—Sin problemas —acepté sin rechistar.

Lo único que tenía que hacer era subir cervezas a la planta alta, ni siquiera teníamos que hablar. Salí de detrás de la barra y atravesé el gentío que abarrotaba el local. Tuve que ir pidiendo disculpas a mi paso hasta alcanzar las escaleras. Me alegraba de no haberme enfundado un pantalón largo para trabajar porque a estas alturas habría muerto de un golpe de calor. El ambiente saturado del bar era sofocante. La puerta del almacén estaba abierta. Jota había usado una cuña para mantenerla así, y justo en ese momento salía con dos cajas en brazos.

Los bíceps se le marcaban por el peso y en cuanto me vio asomó a su rostro la misma expresión irritada que me había dedicado la primera vez que nos vimos. Me aparté y lo dejé salir. Reprimí las ganas de ponerle la zancadilla a ver si así se le bajaban un poco los humos. Parecía una olla a presión a punto de estallar. Pasó por mi lado sin mirarme y se marchó escaleras arriba. Dado que vivíamos juntos, no me iba a quedar más remedio que lidiar con su mal humor.

Un simple «perdí los papeles» por su parte hubiera bastado. Pero ahora los dos habíamos convertido la situación en una bola de nieve que bajaba por la ladera y no cesaba de crecer a cada minuto. En algún momento nos pasaría por encima, estaba segura.

Zigzagueé entre un montón de botellas y latas hasta dar con lo que buscaba. Olía a humedad y, aunque todo estaba muy limpio, no me costó imaginarme una rata del tamaño de un caniche correteando entre las cajas. Me estremecí ante la imagen. Vale que fuera estudiante de Biología y en las prácticas de Fisiología animal nos hubieran obligado a diseccionar un ratón, pero le tenía verdadero pánico a las ratas.

Era superior a mis fuerzas. La bombilla del techo titiló y me apresuré a coger el ron y salir de allí antes de que se fundiera del todo y un roedor mutante me atacara. Pero cuando me disponía a salir Jota ocupó el umbral y se quedó allí parado.

—¿Te importa? —repuse, aunque mi tono se acercaba más a un «apártate de mi camino, imbécil».

Él no hizo ademán de moverse, suspiré y empujé la caja que cargaba contra su pecho, pero aun así no se apartó de mi camino. La luz parpadeó de nuevo.

A la mierda los buenos modales.

Ejercí más presión sobre él, decidida a llevármelo por delante si era necesario.

—¡Que te quites!

Apretó tanto los dientes que escuché cómo chirriaban, pero dio un paso atrás. Apenas traspuse la puerta él accedió al almacén y se hizo con un pesado barril de cerveza. Me giré y le di un puntapié a la cuña, que voló hacia una esquina. La puerta se cerró de inmediato.

Esbocé una sonrisa de satisfacción al pensar que tendría que descargar el barril para poder abrirla de nuevo. Pero no contenta con eso, corrí al despacho y tomé una de las sillas. Volví sobre mis pasos y bloqueé el picaporte con ella.

«La venganza, querido Jota, es un plato que se sirve frío», pensé para mí.

Me hubiera sentado en la silla para ver cuánto tardaba en empezar a gritar, pero los demás sospecharían y esperaba que al menos pasara encerrado en ese lugar un buen rato. Ojalá le tuviera tanto miedo a las ratas como yo, aunque Jota parecía más de los que le darían una patada a uno de esos bichos sin muchas contemplaciones. Una vez arriba le entregué el ron a Lucas, sin dejar de sonreír. Compuse mi mejor expresión inocente y le murmuré al oído.

Antes de que me dejes ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora