Parte 12

449 27 0
                                    

—¿Quiero preguntar? —inquirió Lucía—. Querer, quiero. Pero no sé si debo. Parece que vinierais de enterrar un cadáver, Toma —prosiguió. Me tendió un churro y me cedió su lugar en el sofá, chocolate incluido—. Lo necesitas más que yo.

Le agradecí el gesto y me acomodé a su lado. Compartimos el delicioso tentempié, que a mí me supo a gloria, y aunque era obvio que Lucía se moría de ganas de interrogarme no me hizo una sola pregunta. Puede que sí que llegara a ser una excelente terapeuta, porque yo tenía más ganas que nunca de contárselo todo.

—Creo que Jota me gusta —admití, y me sentí como si hubiera regresado a la época del colegio y le confesara a mi compañera de pupitre que estaba loca por uno de los niños de la clase.

—Doy por supuesto que no te enrollas con tíos que no te atraen —repuso ella, recordándome el embarazoso momento del almacén—. No es eso lo que te preocupa. Un punto más en su carrera como psicóloga.

—Mi ex era un imbécil. —Ella asintió.

No le debía estar contando nada que no intuyera.

—Un gilipollas, más bien. Celoso, controlador y extremadamente manipulador. Jugaba con mis emociones y con el amor incondicional que yo creía sentir por él. Y digo creía porque ya no estoy tan segura de que fuera eso lo que sentía. Y en ocasiones se ponía violento —me empujé a decir.

Lucía abrió los ojos como platos y tragó saliva de forma tan forzada que hasta yo me di cuenta.

—¿Te pegaba? —articuló con esfuerzo, luchando por mantener la calma.

Yo me apresuré a negar.

—No pero más de una vez se enzarzó en peleas con cualquiera que me pusiera los ojos encima. En una ocasión se le fue de las manos, me metí en medio para separarlo y terminé con un bonito cardenal en el pómulo —bromeé sin ganas, quitándole importancia al asunto—. Estuvimos dejándolo y volviendo mucho tiempo. Me engañaba y volvía rogando perdón, jurando que no volvería a pasar.

Mi amiga me escuchaba sin parpadear, me alegró que no me interrumpiera, porque estaba segura de que si lo hacía no podría continuar. No le había contado la historia completa a casi nadie, salvo a su propia prima, Clara, y me sentía una imbécil recordando las cosas que había soportado hasta que salí del círculo vicioso de aquella relación tóxica. Y aunque lo hubiera conseguido, ahora sabía que huir a Madrid había sido una forma de asegurarme de que el ciclo no comenzaba de nuevo. Lucía enlazó su brazo con el mío y tiró de mí.

Ambas caímos sobre el respaldo del sofá. Me tapó con la manta que cubría sus piernas y me pasó el vaso que tenía en la mano. Le di un sorbo y la dulzura del líquido disipó en parte la amargura que la confesión había dejado en mi boca.

—Lo peor de todo es que deseo seguir creyendo en el amor, quiero pensar que hay un tío increíble que aparecerá en algún momento y me suplicará que pase el resto de mis días a su lado.

—Te has dejado lo del caballo blanco —apuntó ella, arrancándome una sonrisa.

—Soy una idiota, ¿no es así?

Me sentía como tal. A ella acababan de ponerle los cuernos y era yo la que andaba lloriqueando por algo que debería haber superado hacía tiempo.

—No eres la única que sueña con una historia de amor legendaria que poder contar a los nietos pero tiene demasiado miedo a que vuelvan a hacerle daño.

Le apreté la mano y me quedé con la vista clavada en el techo, aunque ni siquiera lo estaba viendo en realidad.

—Pero dime, ¿tanto te gusta Jota? Ya he notado que saltan chispas cada vez que os miráis, pero no pensé que la cosa hubiera llegado tan lejos en tan poco tiempo.

—Jota es muy complejo —repliqué, y me dedicó una sonrisita maliciosa que indicaba que eso lo sabía de sobra—. La atracción está ahí. Me liaría con él, tendría una noche loca, sí. Pero...

—Pero no quieres que vaya más allá. Compartís piso, trabajo... No puedes salir huyendo a la mañana siguiente y no crees que pueda haber un final feliz —concluyó ella por mí. Y tuve que aceptar que sabía escuchar—. Pues lo tienes jodido, porque hace mucho que no se interesa por alguien y pondría la mano en el fuego por que tú le interesas, y mucho.

—Es demasiado temperamental y voluble. Me recuerda a Mateo —confesé, porque eso era precisamente lo que había estado tratando de negarme a mí misma—. Y no quiero a nadie que se parezca a él cerca de mí.

Lucía se inclinó sobre la mesa de centro y depositó el vaso vacío sobre ella. Se giró hacía mí para mirarme a los ojos. Me quedé esperando a que dijera lo que fuera a decir. Tardó unos instantes más en arrancar a hablar.

—Jota no es malo, Becca. Le han pasado cosas. —Se mordió el labio, dudando si proseguir, y mi curiosidad aumentó de forma exponencial—. Concédele el beneficio de la duda. Yo misma le estrangularía a veces, pero dale tiempo. No te pido que tengas nada con él, no me entiendas mal —se apresuró a decir—. Solo quiero que le permitas ser tu amigo. Parece que contigo está deseando abrirse como no lo ha hecho con ninguno de nosotros, y bien que lo hemos intentado.

—¿Qué le pasó? —me atreví a preguntar. Pero ella negó con la cabeza y apartó la mirada. Atrapó un fragmento de lana de la manta que se había deshilachado y jugueteó con él.

—No le gusta que hablemos de ello a sus espaldas.

No quise presionarla, ni siquiera parecía predispuesta a hablar de ello y juraría que sus ojos se habían humedecido. Me acerqué y le di un beso en la mejilla. Todo lo que deseaba era tumbarme en la cama y caer en brazos de la dulce anestesia de la inconsciencia, donde no había que pensar ni sufrir.

—Perdimos a alguien —soltó a bocajarro, cuando ya me había levantado para marcharme a mi dormitorio—. Pero, por favor, no le digas que te he dicho nada.

Me limité a hacer un gesto con la cabeza y tras darme un abrazo rápido, fue ella quien abandonó de forma precipitada el salón. No pasé por alto que había usado el plural. Di por sentado que la pérdida debía haber sido dolorosa para ambos. Por algún motivo, Lucía conservaba la inocente alegría que la caracterizaba, algo que no se podía aplicar a Jota. Me detuve delante de mi dormitorio.

Lucía ya se había encerrado en el suyo y la puerta del de Jota también estaba cerrada, aunque una fina rendija de luz iluminaba el suelo delante de esta. El murmullo de la música llegó a mis oídos y me pregunté qué canción habría elegido Jota para este momento. Sintiendo vergüenza de mí misma, apoyé la oreja en la puerta y escuché. Reconocí la canción enseguida, un tema de Secondhand Serenade, Suppose.

Dejé mi frente reposar contra la madera, abatida. Era tan triste que se me encogió el corazón y deseé tener suficiente valor para entrar en la habitación y abrazar a Jota. Sin embargo, me metí en mi habitación arrastrando los pies y pasé las dos horas siguientes escuchando la misma canción a través de la pared, hasta que el sueño se dignó a regalarme un poco de paz.



Antes de que me dejes ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora