Un Mundo A Medida

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Al día siguiente, Astin y Lilianne trataron de conseguir el permiso de sus padres para saltarse sus habituales deberes e ir a ver a monsieur Archambault antes de su marcha, pero ninguna de las dos logró su cometido. Astin recibió por respuesta de parte de su madre que necesitaban ayuda con las tareas de la granja y que Sylvie, la hermana menor de Astin, era demasiado joven a sus doce años como para llevar a cabo ciertos trabajos. Esta respuesta originaba que a Astin le hirviera la sangre de furia. Ella había realizado esas tareas cuando era muchísimo más joven, pero siendo su hermana, a la cual amaba con locura, la favorita de su madre, la menor tenía privilegios que a ella jamás le concederían. Lilou, por su parte, suplicó a su madre por tener la mañana libre. Sabía que en su casa nada se lograba sin dar algo a cambio, por lo que se ofreció a recuperar el tiempo perdido por la tarde o a trabajar durante la semana siguiente desde el alba hasta el anochecer, pero su madre se disculpó con la escusa de que al ser a su marido a quien Lilianne ayudaba, la autorización debía lograrla de él. Tan pronto madame Montagne le dijo esto, Lilou supo que nada se podía hacer; aún y todo, pidió permiso al patriarca. Como ella pensaba, no lo logró. Lo único que consiguió fueron unos gritos sobre lo vaga e inútil que era y un nuevo moratón en la zona de las costillas; monsieur Montagne siempre se aseguraba de mantener estos sucesos ocultos de la vista de sus vecinos.

Tras la comida, finalmente pudieron ir a la posada a ver a monsieur Archambault, pero Adrien les informó de que el hombre había partido con los primeros rayos de sol.

—¿Y nos ha dejado algo? ¿Alguna nota?—preguntó Lilianne esperanzada, apoyándose en la mesa a la que se habían sentado con la consabida cerveza.

El muchacho negó con la cabeza. Ante el rostro abatido de sus amigas, añadió:

—Queríais que os escribiera unas cosas, ¿verdad? —Ante el asentimiento de las chicas, se levantó diciendo—: No os mováis de aquí.

Le vieron desaparecer del abarrotado lugar y subir las escaleras que conducían a la parte del edificio en la que los Berger residían. Volvió poco después, con un pedazo de papel, tinta y pluma.

—Os recuerdo que sé leer y ahora estoy aprendiendo a escribir—declaró con orgullo—. Vale, queríais vuestros nombres. Esto es Astin—explicó mientras trazaba los símbolos en la hoja—, esto Lilou, y aquí pone Lilianne—terminó con cara de concentración—. Aquí tenéis.

Antes de que Lilou tomara el pedazo de papel, Astin habló:

—París—dijo de pronto—. Escribe París.

S'il te plaît—añadió Lilou.

Adrien no pudo evitar sonreír:

—París. Creo que he visto ese nombre escrito varias veces. A ver si me acuerdo...

Tras unos instantes, Adrien les volvió a tender el papel con gesto triunfante.

He aquí otro gesto insignificante que cambió el destino de estas dos jóvenes de forma irremediable.

Con el tiempo, todos olvidaron la visita de aquel hombre. ¿Todos? No. Lilou y Astin atesoraron su recuerdo y sus palabras de la misma forma que atesoraban el papelito que Adrien les había entregado y que él ya no recordaba. Dicho papel se convirtió en su más preciada posesión. Cada día lo tenía una, y se lo entregaba a la otra al encontrarse por la mañana para ir a buscar agua. Se sabían cada trazo, cada marca, cada arruga de la lámina de memoria; podrían haber hecho una replica exacta con los ojos cerrados. Se sentían orgullosas al pensar que en caso de necesidad sabrían escribir sus nombres, algo que pocos hombres y menos mujeres aún podían hacer en el lugar en el que vivían. Mas la vista de la palabra "París" les llenaba de una dicha indescriptible. Les llamaba, tiraba de ellas, y esto empezó a mostrarse en su día a día.

El Lirio Y La EstrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora