El Artista Y El Cuadro

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Esa tarde, Astin y Grantaire se fueron juntos de la reunión poco después de que Enjolras saliera con Lilou. No volvieron cada cual a su casa, como les habían dicho a sus amigos (cosa que ninguno se creyó), sino que se dirigieron al apartamento de él. Había llegado el momento de terminar el cuadro.

Cumplieron la rutina que siempre seguían cuando Astin iba: Grantaire movió el canapé mientras Astin tomaba su ropa, la dejó a solas para que pudiera cambiarse y, una vez lista, el artista volvió a entrar mientras su modelo se acomodaba. Grantaire dibujaba con lentitud, siendo todo lo perfeccionista que se podía ser, tratando de captar cada detalle, cada sombra, cada hebra de cabello y lunar de la piel. No quería acabar su obra, pero sabía que ya no podía alargarlo más. Al tiempo que trabajaba, se empapó en la imagen de su diosa del amor y la belleza.

Ver la pintura finalizada le produjo un sentimiento agridulce. Era lo más bello que había creado en su vida, y sabía que nunca más podría lograr algo parecido. Visto lo visto, casi tenía el impulso de guardar sus útiles de dibujo para el resto de su vida.

—¿Has terminado?—preguntó Astin con suavidad, dudando si podía moverse ya o si Grantaire había entrado en una de esas fases suyas cuando quedaba paralizado a mitad de trabajo, sumergido en sus pensamientos.

—Eso parece—su voz sonó como un suspiro.

Curiosa, Astin se levantó del diván para colocarse a su lado. Se sujetaba la camisa, ya colocada correctamente, ocultando sus pechos y tapándole hasta la mitad de los muslos.

—¿Soy yo?—se maravilló al ver el retrato.

—¿Quién más podría ser?—se sonrió el pintor al notar el cuerpo de la muchacha contra su espalda—. No existe ser en este mundo ni en ningún otro que pueda compararse contigo, ma déesse.

No sabía muy bien de dónde sacó el valor, pero Astin se vio pegándose más al cuerpo del hombre, enterrando su rostro en la curva del cuello de él.

Je t'aime, mon chaton—susurró.

El corazón de Grantaire pareció saltarse un latido.

—¿Taire?—se asustó levemente Astin al no recibir respuesta.

Súbitamente, Grantaire se giró, envolviendo a la chica con sus brazos; a punto estuvo de tirar el caballete donde la pintura terminaba de secarse.

—Eres tan tonta. Me maravilla lo tonta que eres—murmuró él en su oído. Astin estuvo por preguntarle a qué se refería, ofendida, pero el otro volvió a hablar—: De todos los hombres de este mundo, me elegiste a mí. Pequeña tonta. Pudiste tener a un dios, a alguien que te mereciera realmente, y escogiste a este borracho bueno para nada. Mi pequeña tonta. Mi amaba tonta...

Tras estas palabras, y sin darle la opción a Astin de replicar, sus labios se unieron a los de ella. No habían vuelto a besarse desde esa fiesta. En esta ocasión, sin alcohol ni gente de por medio, fue más dulce. No existía el frenesí anterior, solo eran ellos y sus sentimientos. La boca de Grantaire sabía menos a alcohol y más a menta; la de Astin sabía a algo dulce y desconocido para Grantaire. Con un movimiento bien calculado de R, alzó a su dama en brazos. La camisa de ella se levantó un poco, mas ninguno de los dos lo notó, absortos como estaban en sus besos. Las piernas desnudas de Astin se abrazaban a la cintura de Grantaire, sus manos en su cabello, los dedos de una enredándose en los rizos del otro. Los brazos de él la tomaban por la cintura con gentileza. Ambos tenían los ojos cerrados, pero, con una habilidad increíble, Grantaire fue capaz de llegar al sofá, cayendo ambos sobre este, echándose Astin a reír. Grantaire abrió los ojos, azul y marrón encontrándose.

Je t'aime, ma déesse—sonrió, por fin habiendo logrado el valor para responderle.

Je t'aime, mon chaton—repitió ella—. Te amo a ti, y nunca podría amar a nadie más de esta manera. Ni dioses ni grandes hombres pueden compararse contigo.

El amor se leía en los ojos de ambos, brillantes, llenos de ternura y pasión al mismo tiempo. Tras unos instantes observándose mutuamente, instantes que se sintieron como una vida, y aún así insuficientes, volvieron a unirse en un nuevo beso. Pasaron así la tarde, viviendo el que sería sin duda el momento más dulce de sus vidas, sus cuerpos, sus bocas, sus ojos y sus almas siendo uno solo.

Cuando llegó la hora de despedirse, resultó incluso doloroso. Dos seres que se habían unido se veían obligados a separarse de nuevo. Hubieran deseado pasar así el resto de la eternidad, pero hay cosas que no pueden ser en este mundo.

Se dijeron adiós ante la puerta del chico, habiendo insistido Astin que le dejara volver sola a casa, que era lo mejor. El miedo a lo que dirían las cotillas de la ciudad, esas viejas con lengua de víbora, le detenían, no porque se avergonzara de Grantaire, sino porque temía que Grantaire se avergonzara de ella. De igual modo que el borracho no comprendía que una diosa le amara, la niña no comprendía que el artista le quisiera.

Una vez se quedó solo en su piso, R volvió al cuarto donde todas sus obras se guardaban, donde había estado con Astin haría segundos. Se acercó al retrato de la joven y lo observó con amor. A continuación, giró todos los cuadros que tenía de cara a la pared y aquellos que estaban ocultos por una sábana fueron destapados.

Ahí estaba la historia del cínico y borracho de Les Amis de l'ABC. Al menos, la historia que no había borrado de su vida; nada había anterior a su llegada a París. Miró las pinturas que había creado desde entonces. Observó y comprendió. Se reconoció en cada trazo y se conoció mejor.

Estaban las calles y parques de París repletos de burgueses encantadores y los muelles, muchachas exuberantes con las que había yacido y cuyos nombres había olvidado ya la noche siguiente, si bien los rostros solo los recordaba por los dibujos; vio paisajes hermosos de la ciudad y muchos más tristes y deprimentes; observó la universidad y los estudiantes y cientos bares, botellas y locos, locos como él. Se vio al empezar todo, cuando volvió a nacer. Se reconoció intentando cumplir unas expectativas de una vida más brillante para a continuación hundirse en la bruma de siempre.

Se encontró cara a cara con sus amigos: Jehan, Bahorel, Bossuet, Joly, Feuilly, Courfeyrac y Combeferre, a veces solos, a veces de dos en dos, o de tres en tres, con amigos, amantes o enamorados secretos. Estaba la trinidad. Les vio a todos juntos. Encontró los retratos de Enjolras, de Apolo. Todos ellos. Había más de los que recordaba. La segunda etapa de su vida, cuando encontró amigos y una obsesión que le consumía más rápido y dolorosamente que la bebida.

Y por fin llegaba ella. Había más cuadros de sus copañeros, pero con nuevas adquisiciones en el grupo. En un lienzo se les podía ver a todos los anteriormente nombrados y a dos muchachas nuevas. Por un lado, estaba Lilou: Lilou sola, con su hermana, con Jehan, con Combeferre, con Courfeyrac, con Éponine, tenía incluso un lienzo en el que salía discutiendo con Joly. Y, cómo no, con Enjolras. En estos era donde veía al revolucionario más feliz. Por otra parte, se encontraba Astin. Su diosa y musa, que había entrado en su vida para llenarla por completo sin siquiera darse cuenta. La mayoría de las pinturas que se encontraban ocultas eran de ella. Momentos en los que un pequeño gesto, sonrisa, mirada habían encandilado al artista, obsesionándole, sin permitirle comer o dormir hasta haberlo plasmado a la perfección. El cuadro que pintaba con Astin tumbada en su diván no había sido más que una escusa para tenerla cerca, para verla, para que fuera, al menos por unas horas, suya. Se había terminado, pero ya no lo necesitaba. Astin le amaba, y no necesitaría más excusas para estar con ella.

Tomó una nueva lámina y se puso a trabajar. Quería pintar la mirada de su diosa aquel día al decirle sus sentimientos antes de olvidarla, aunque dudaba que eso llegara a pasar. Se le había grabado a fuego en su corazón.

Grantaire sonrió. Deseaba quedarse en ese período de su vida eternamente.

El Lirio Y La EstrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora