Les Amis De L'ABC

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La suerte quiso que el viaje tomara un oscuro e irónico cariz al hacer enfermar a Lilou. Ella, que siempre se preocupaba y cuidaba la salud ajena, solía obviar la suya propia. Pero ya se sabe: en casa de herrero, cuchillo de palo. Al comienzo no fue nada grave, pero la falta de cuidados y el estrés y esfuerzo constantes al que se veían expuestas día tras día a lo largo del viaje empeoraron su estado. Cuando entraron a París, Lilianne se encontraba luchando por su vida.

Atravesaron la ciudad con Astin caminando, tirando de su caballo y el de su amiga, sobre el cual esta se encontraba prácticamente inconsciente. La castaña pedía ayuda a los viandantes, pero a cambio solo recibía miradas vacías y apáticas. Sus ojos buscaban con desesperación cualquier atisbo de la promesa que Archambault les había hecho tanto tiempo atrás, pero solo veía indiferencia ante su dolor. En su angustia, se volvió ciega a todo aquello que le rodeaba, a excepción de su adorada amiga, quien de pronto comenzó a murmurar, llamando su atención.

—¿Qué pasa, ma sœur? ¿Estás bien?

—El elefante—repetía la enferma una y otra vez, como un mantra—. El elefante...

Esto no era ningún delirio fruto de la fiebre, como pensó Astin en un principio, pues cuando se giró hacia donde Lilou miraba, ella también lo vio. El elefante. El gran elefante de piedra que se alzaba en la plaza de la Bastilla. Ante esto, la esperanza de Astin volvió en todo su esplendor. Ya que si una de las cosas de las que les había hablado el hombre era verdad, ¿por qué el resto no? Alguien les ayudaría, de eso estaba segura. Con dolor en el alma, llegó a una conclusión:

—Lilou, ma sœur, tienes que esperarme aquí, ¿de acuerdo? Iré a por ayuda. Vuelvo enseguida, te lo prometo.

Y tras atar ambos animales a una valla de madera que encontró, salió corriendo.

No muy lejos de ahí, en la habitación superior de un agradable café, un grupo de jóvenes discutían sobre cómo cambiar el mundo. O, al menos, esa había sido su intención al reunirse.

—¡Es la criatura más hermosa de este mundo! Su cabello es de oro y sus ojos brillan como estrellas. Es el amor de mi vida y pido a Dios por que algún día pueda tener entre mis brazos a ese ser celestial—clamaba Marius, un joven pecoso de mirada enamorada, para la exasperación de Enjolras, el muchacho rubio que lideraba el grupo.

—Este no es el momento ni el lugar para hablar de tus penas amorosas, Marius—trataba de callarle mientras dirigía una mirada asesina a Courfeyrac, su mano derecha junto a Combeferre y responsable de que Marius Pontmercy se encontrara ahí.

Esta sociedad se llamaba Les Amis de l'ABC, y eran un grupo de jóvenes cuya meta era destronar a la monarquía y lograr una Francia justa e igual para todos sus ciudadanos. En otras palabras, eran unos soñadores y revolucionarios. O como diría Grantaire, el incrédulo de esta pandilla de creyentes, eran ingenuos y suicidas. Por esa razón, él observaba a sus amigos con una sonrisa cínica en los labios y una botella de vino en la mano (pues he de decir que tenía un serio problema con el alcohol). Esta cuadrilla estaba formada por nueve jóvenes, sin contar a Marius: Enjolras, el líder; Combeferre, el guía; Courfeyrac, el centro; Joly, el médico hipocondríaco; Bossuet, la desafortunada águila de Meaux; Jean Prouvaire, Jehan, el poeta; Feuilly, el trabajador; Bahorel, el luchador; y Grantaire, el escéptico.

Este era el ambiente en la habitación cuando unos gritos interrumpieron la discusión. En el local, en el piso inferior, se escuchaban los chillidos de una mujer a la que parecía que le estaban arrancando el alma por el sonido de estos. Sin necesidad de decir ni una palabra, todo el grupo se abalanzó hacia la puerta, echando a correr escaleras abajo. El espectáculo que se desarrollaba ante ellos les dejó a todos bloqueados por unos instantes, sobrecogidos. Una muchacha algo más joven que ellos se desgañitaba con desesperación, los dedos sangrantes mientras se aferraba con las uñas a cualquier mesa, silla o saliente que encontrara en su camino para evitar que tres hombres la sacaran del lugar, pataleando y llorando. Los clientes gritaban imprecaciones en su contra, instándola a marcharse, que nadie tenía dinero que darle, que no querían mendigos ahí. Y mientras, ella seguía chillando, llorando y luchando. Hasta que, de pronto, una voz se alzó por encima del resto:

El Lirio Y La EstrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora