El Lirio Y El Ángel

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Astin contó lo sucedido con el niño y la hogaza de pan al resto del grupo, para diversión de estos y vergüenza de Lilou. Una sonrisa aparecía en los labios de Enjolras cada vez que veía a la muchacha sonrojarse cuando contaban esta historia. Se ablandaba al saber que la chica era tan sensible como para dar su propia comida a unos niños hambrientos, aunque le preocupaba que su inocencia la volviera un objetivo fácil ante los timadores que frecuentaban las zonas más pobres.

Los días se sucedieron, y las reuniones con ellos. Aquel día, Enjolras se encontraba dando un discurso:

—El rey Louis-Philippe aseguró ser defensor de los principios de la revolución durante la misma. Cuando subió al poder, se olvidó de lo que estos representaban y del pueblo. Es un rey más. Controla nuestra vida y futuro, y al mismo tiempo asegura que es por nuestro bien. Nos roba, nos maltrata, nos utiliza y nos tira. Decide quién es valioso y quién no dependiendo de dónde ha nacido. Unos reciben una casa, posesiones y educación, otros no, y declaran que eso es lo que decreta su valor. ¡No son más que un montón de mentiras y él no es más que otro dictador!

Los gritos de conformidad llenaron la sala, pero una voz se alzó sobre el resto:

—Así son las cosas y no hay nada que hacer. Si no es un soberano, es un padre o un marido, siempre habrá alguien controlando la vida de otros.

Todas las conversaciones se detuvieron y las cabezas se giraron hacia donde había provenido la voz, en la mesa del fondo. Enjolras también se giró, listo para discutir con Grantaire de ser necesario. La sorpresa fue general. Grantaire, tan asombrado como el resto de los que se sentaban a la mesa, miraba a Lilianne, que estaba concentrada rompiendo un viejo folleto en trozos diminutos.

—¿Qué?—preguntó Enjolras, queriendo que se explicara.

Ella únicamente se encogió de hombros como quien no quiere la cosa y continuó partiendo papelitos.

Cuando finalizó la reunión, Lilou se despidió de todos, tomó su bolsa y salió del edificio sola, pues a Astin le apetecía quedarse un rato conversando. Enjolras también se fue tras intercambiar unas palabras con sus segundos al mando. Quería llegar a casa para terminar unos papeles para la próxima charla y, si tenía tiempo, comenzar un trabajo para la universidad. No llegó muy lejos. En una intersección cercana al café vio a Lilianne, quien se encontraba parada sola en medio de esta.

—¿Desea que la acompañe a casa, mademoiselle?—se ofreció Enjolras acercándose.

Tras un pequeño bote de sorpresa, Lilou negó:

—No se preocupe, no es necesario—rechazó—. No vuelvo a casa. Tenía intención de pasear un poco.

—¿Le gusta mucho París? Siempre está recorriendo la ciudad con sus paseos—se interesó el joven.

—No, en absoluto. Es fea, pobre, triste, maloliente e insalubre. La mitad de la población muere de hambre y a la otra mitad no parece importarle en lo más mínimo—criticó Lilou con la mirada perdida.

—Parte de la ciudad es así, pero no toda—respondió Apolo—. Hay lugares hermosos y nosotros luchamos para que esa belleza se encuentre en todas partes y para todos. La fealdad de París proviene del sufrimiento de sus habitantes. Si cambiamos eso, cambiaremos todos.

Lilianne le miró con una sonrisa:

—Ojalá lo logréis. Ojalá lo logremos.

Enjolras le devolvió la sonrisa:

—Hasta entonces, hay muchos lugares que podéis visitar.

—No se crea—negó ella—. La gente como yo no es bien recibida en esos lugares.

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