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Es difícil comenzar a explicar qué sucede conmigo por algo tan abstracto como un simple sueño. Más bien, una constante pesadilla. ¿Podría calificar el mundo onírico como uno que podría dañarme o causar repercusiones fatales en mí? Temía de que la respuesta fuese afirmativa. Los aborígenes australianos creían que el mundo de los sueños era tan real como el físico. Esa clase de pensamientos ha influido en diversas culturas y los sueños comenzaron a hacerse foco de fascinación para la humanidad desde siglos. Pero con ellos venían fielmente conectadas las pesadillas, los sueños negativos que también, como los sueños, afectan a los individuos reflejándoles lo peor que la psique humana tiene para ofrecer. Tanto era esto, que los nativos americanos tenían la creencia de que los atrapasueños, originarios de la Nación Ojibwe de América, protegían a las personas de las pesadillas mientras éstos dormían. Sigmund Freud y Carl Jung creían que los sueños revelaban información de nosotros mismos ocultas en el inconsciente.

Todo esto era claramente algo que podría utilizar para intentar explicar o resolver qué sucedía conmigo misma. Pero nada encajaba, o al menos era difícil de hacerlo. Terminaba en un círculo vicioso donde pretendía que podía llegar a una respuesta que, al fin y al cabo, terminaba en la misma pregunta: ¿Si todo esto es un sueño, por qué lo veo estando despierta también?

Era mi maldito dilema diario. No entendía realmente todo al fin del día y me atormentaba no poder descansar en ninguno de los dos planos.

Siendo más clara; en el mundo onírico, el de mis sueños y pesadillas, se me presentaba un hombre, quien era el poseedor de una escalofriante máscara. Independientemente de la naturaleza del sueño, él siempre estaba allí, con aquella característica "V" que solía ver en lugares específicos a su alrededor. Aún seguía buscándole sentido a aquella V. Su máscara, blanca y que le cubría completamente su rostro, exceptuando sus imponentes ojos, poseía el detalle de una lágrima de un color oscuro y de procedencia desconocida, que se extendía por toda la mejilla. Verlo era simplemente un paseo turbio por las entrañas del más espeluznante misterio. Y su presencia en mis sueños se había vuelto constante, molesta e intrigante. En un primer momento era algo que podía ignorar pues, de todas formas, era un sueño y nada podía sucederme.

Entonces llegó el día.

Las calles de Seúl eran transitadas como de costumbre, y yo salía de mi tediosa jornada en la oficina como todos los días. Seguía mi camino habitual: cruzar la calle, caminar dos cuadras y adentrarme en el gran cruce de la avenida principal. Fue allí, justo entre el amontonamiento excesivo de gente, que logré ver aquella distintiva máscara hacer presencia. Se me había helado la sangre, cada vello de mi cuerpo se erizó de la forma más escandalosa posible, mi garganta fue testigo de una sequía desértica. No me atreví a seguir dando pasos, pues su figura al final de la senda peatonal, amenazante e imponente me impedían querer seguir. Primero asocié su presencia allí como el producto de la falta de descanso que podría estar sufriendo, pero las miradas curiosas que comenzó a recibir de algunos transeúntes me indicó lo contrario. Él era real. Tan real como el sudor de mi frente y el temblor inquietante de mis manos. Aún a pesar de mi ser oprimido por el pánico, decidí dar media vuelta y comenzar a caminar en dirección contraria a mi destino. Tenía la esperanza de que alguno de mis compañeros tuviese la cortesía de llevarme a casa y, posiblemente, a la estación de policía. Comencé a escuchar sus pasos detrás de mí, que se mezclaban con los de la multitud pero que, sin duda, eran de él. Resonaban con fuerza, con intensidad, como una advertencia de que, al alcanzarme, yo estaría completamente condenada.

Mis pies realizaron al fin su reacción esperada, y pronto comencé a correr hacia la estación de transportes más cercana. Sentía que el aire comenzaba a faltarme, que el pánico terminaría por consumir mi cuerpo, pues sus pasos aún resonaban detrás de mí. Su respiración agitada como la mía me indicaban que pronto estaría cerca de mí, y en efecto, prácticamente pisaba mis talones. Sentí el roce de unos dedos gélidos sobre la piel de mi brazo, y luego de dar un grito ahogado, me exigí a mí misma correr con mayor esmero. Vi a lo lejos un autobús estacionado, con unas pocas personas subiendo a él. Me apresuré, siendo la última en poder abordarlo.

─¡Cierre la puerta! ¡Ciérrela! ─grité con desesperación, escasa de aliento y con el cuerpo temblando por el miedo y la adrenalina.

Todos los pasajeros y el chofer me observaron con extrañeza y cierta preocupación. Caminé torpemente hacia los asientos del fondo, donde solamente yo era la ocupante de aquella extensa hilera de asientos. Me desplomé en la silla e intenté controlar mi errática respiración y el temblor de las manos que me impedían marcar un número en mi celular. Respiré hondo para intentar tranquilizarme y lo hice durante el trayecto.

El autobús se detuvo en un semáforo y, como método para liberar mi mente por lo sucedido, me dediqué a percibir todo a mi alrededor: el olor particular del autobús y de algunas colonias ajenas; pude percibir el sabor amargo en mi boca; escuchaba las bocinas de los demás transportes y mi propio corazón latiendo con frenesí cuando, al mirar hacia el exterior pude percibir la imagen viva de mis pesadillas cobrando vida frente a mis ojos. Él estaba junto a un poste de luz, que poseía una V dibujada de forma desprolija, pero aún entendible. Lo miré con horror por unos segundos que parecieron eternos. En sus ojos vi la maldad pura que calificaba a los demonios, a alguien que ni siquiera Lucifer tendría el placer de recibir. Y por primera vez, posó su mano sobre aquella máscaras que conformaba el enigma de su ser y se la quitó. Sentí una opresión en el pecho y respirar comenzó a tornarse un desafío.

Aquel gesto fue el encuentro de lo etéreo con lo demoníaco. El choque de dos personalidades y de dos entidades que parecían salidos de mundos distintos. Uno, el de la máscara tan familiar que me causaba terror, salido de las tinieblas y de un universo de falacias; y el otro, el de un joven de rasgos angelicales, irreales; unas facciones talladas a mano por los dioses, algo que en este mundo no podría ser jamás otorgado de forma natural. Aquel ser era celestial. Pero en eso estaba la trampa. Aquellos ojos hipnotizadores me observaron con intensidad mientras una sonrisa maliciosa comenzaba a asomarse por aquellos rosáceos labios. Y aún dentro del autobús, sentí una brisa helada que acarició mi nuca y un susurro que, podía jurar, provenía de ese ser enigmático y oscuro.

"Te veo esta noche", me había dicho, con un tono maligno y casi juguetón, en una promesa tan abrumadora que cumpliría cada día de mi existencia.

v ; kthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora