vingt et un

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El escritor francés Víctor Hugo poetizó una vez que la belleza y la muerte son dos hermanas terribles que a la par fecundas, con el mismo secreto, con idéntico enigma. Se trata de un simple hecho: la muerte es como una bella dama sin piedad. Hablar de ésta se convierte en un acto poético, porque imaginamos la belleza y el horror de lo que hay en ese acontecimiento incierto a través de las palabras. La nombramos para expresar el dolor que nos causa ese momento, o hacemos una oda a la limitada viveza innata del ser humano. Puede convertirse en un tema tabú o un símbolo de respeto. La evitamos, pero a veces, la retamos constantemente. Es digna de admiración y de temor. Desde que nacemos, nos enfrentamos a ella con valor, aún sin saber qué es, porque ésta es nuestro final, al menos en el plano donde nos desarrollamos desde el primer latido de nuestros corazones. Las creaciones artísticas en todas sus expresiones ya han girado en torno a este tópico, porque es algo desconocido; porque nos genera curiosidad; porque puede ser la mayor expresión de una tormentosa alma que la anheló para descansar, de otra heróica que se sacrificó ante ella, y de otra aterrada que no deseaba conocerla. Había pasado exactamente un año desde el día en que había aprendido sobre ésta nuevamente.

Aún así, con el pasar de ese tedioso año, no lograba apreciarla enteramente. Quería madurar en ese aspecto y verla desde un punto adecuado, quería tener fuerzas para proclamar que la muerte era un descanso eterno que debía aceptar como parte de una etapa de cierre en este plano de vida. Quizás, era porque deseaba alcanzar esa madurez espiritual, emocional y mental para verlo de esa forma. Sin embargo, parada frente a esa lápida que rezaba el nombre de la persona que amé profundamente, viendo los ramos de flores coloridas y el césped verdoso y recortado con prolijidad, contrastando con el grisáceo cemento, sintiendo el frío alojándose en la punta de mis dedos y extendiéndose por el resto de mi cuerpo, atrapada en el silencio del exterior y el bullicio en mi cabeza, la única conclusión a la que llegaba era que, para la gente que quedaba en la tierra, para la que debía seguir avanzando en la vida hasta que llegue su turno, durante los primeros años, la muerte tenía una sola definición: era una injusticia sumamente dolorosa y, en muchas ocasiones, casi insuperable.

¿Por qué? ¿Qué había hecho él para merecerla a tan temprana edad y de semejante manera?

No cabía lugar en mí aún para que me resignara a aceptar su muerte. Por ahora, mi mejor intento estaba siendo puesto en seguir adelante en la vida a la cual, al principio, me había aferrado casi por obligación. Se lo había prometido a nuestros amigos en común, a su familia... Yo seguiría intentándolo sin él, aunque eso significara fingir que no estaba destruida, que los días que pasé encerrada sintiéndome desconsolada y lidiando con el duelo no habían sido una vil tortura. Aún así, un año después, había logrado superar las primeras etapas de algo que jamás podría deshacer, que no tenía vuelta atrás, pero que debía aceptar en algún punto y continuar.

Deposité con cuidado el pequeño ramo de unas significativas flores a un lado de la lápida, suspirando temblorosamente a la par que una sonrisa débil se formaba en mi semblante tan sombrío.

─Realmente me gustaría volver a comprártelas para ocasiones especiales. Aún recuerdo lo feliz que te hacía que te dijera su significado... Son realmente bonitas ─hablé, en un tono inestable. A juzgar por el doloroso nudo en mi garganta y las lágrimas que comenzaron a nublar mi visión, no creía poder seguir manteniendo la fachada ─. T-Te extraño... ─solté finalmente, en un hilo de voz. Cubrí mi rostro con ambas manos, intentando ocultarme y contenerme a mí misma, mientras los sollozos comenzaban a escaparse y el dolor invadía mi pecho hasta sofocarme.

Lloré como la primera vez que había caído en la cuenta de que lo había perdido; como la primera vez que fui a casa sin él; como la primera vez que desperté junto a un espacio vacío y frío a mi lado. Sin una sonrisa que me recibiera por las mañanas, o un saludo dicho en un tono amoroso, una risa melodiosa o un abrazo cálido. Había dejado de anhelarlo después de un tiempo, pero aún así, extrañaba recibir todo aquello por su parte. Era desgarrador tener que afrontarlo, mucho más cuando no estaba lista. Lo había evitado a toda costa, porque no quería volver a pensar en lo miserable que me sentía y en lo mucho que necesitaba sanar por dentro.

v ; kthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora