Capítulo 6

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—¡Tengo hambre! —Exclamó ella—. ¡Ustedes me quieren matar de hambre! ¡Son las nueve de la noche! ¿Dónde está mi comida? Moriré si alguien no me da rápido algo de comer.

Lizz se aferró con ambas manos a los barrotes de la puerta y se agitó dentro de su celda. Liam probablemente hubiera armado más escándalo con aquella acción, ella no. Él era mucho más fuerte y hubiera sido capaz de hacer temblar los barrotes. Pero en aquel momento, Lizz no parecía más que una chica malcriada mientras se comportaba de aquel modo y no dejaba de reclamar comida.

Por más que la estrategia de Damon para demostrar su inocencia había sido perfecta aquello no había bastado para que los miembros de la Sede se olvidaran tan fácilmente de ella y los problemas que había causado. La prisión había sido el castigo acordado hasta que el caso se cerrara finalmente. Ella no había pasado desde que estaba allí ni una sola noche sin escapar y no parecía que aquella vez sería una excepción ya que mientras Lizz siguiera considerándose inocente no aceptaría ningún castigo que le impusiesen.

El viejo hombre que la vigilaba se puso en pie y se detuvo frente a la pequeña puerta de reja que era el único acceso a la diminuta celda en la que Lizz estaba encerrada.

—¡Quiero comida! —Dijo ella.

—Tendrás que esperar —Dijo él.

—Seguiré gritando hasta que me traigan algo de comer —Dijo ella—. ¡Si no como moriré! Ustedes no tratan mucho con cazadores. ¿No es así? ¿Tienes idea de cada cuanto tiempo tengo que comer para mantenerme en este estado? No quiero saber lo que dirá tu superior si digo que no han respetado mis horarios de comida. ¡Necesito comer algo ya!

La simple mención de su superior bastó para que el hombre temiera por su puesto y se rindiera frente a ella.

—Espera aquí —Dijo él.

El viejo hombre se dio vuelta y caminó hasta donde era la única salida de aquella improvisada comisaría. Lizz sonrió ante su triunfo. Ella sabía que él no encontraría a nadie a quien pedirle que le trajera comida. Ella sabía que él miraría su reloj entonces y entraría en razón. Sabía que él tendría que abandonar su puesto para ir por su propia cuenta a buscarle comida y sabía exactamente cuánto tardaría. Y casi para completar la línea de sus pensamientos, el sonido de la puerta al cerrarse tras el hombre retumbó en toda la habitación.

Instantáneamente abandonó aquella imagen de quejosa chica y puso sus manos a la obra. ¿Cuándo dejarían de subestimarla? Irónicamente la molestaba que no la considerasen una amenaza y no se esforzaran más por controlarla. Sacó de su bota un extraño objeto de metal del largo de su mano. Era como si alguien le hubiera dado una forma extraña y retorcida a una barra de metal pero era lo suficientemente delgada como para introducirse sin problema alguno en la cerradura. Lizz respiró profundamente y comenzó a mover el objeto con precisión dentro de la cerradura.

—Vamos, es como cualquier otra cerradura —Dijo ella y entonces hizo una mueca—. O como la cerradura de la prisión milenaria.

El clic de la cerradura al ceder fue armonioso para sus oídos y ella rápidamente se ocupó de guardar aquel objeto dentro de su bota. Salió tan sigilosa como un gato y se acercó hasta el escritorio del guardia. Tomó su aljaba que nuevamente le habían quitado aquella vez antes de volver a encerrarla luego de haber escapado. Sonrió al sentir aquel peso tan familiar sobre ella y salir por la puerta como si realmente no estuviera escapando.

Tal cómo sabía, los pasillos estaban totalmente desiertos. Su líder siempre le había dicho: Aprovéchate de las habitudes, sobre todo cuando de comer se trata. Y cuando ella había preguntado con su mejor fingida indiferencia a qué hora se servía normalmente la cena no había sido por nada. Al parecer las personas que aún permanecían en la Sede a aquellas horas no se perdían la cena por nada del mundo. Su jefe tenía razón, nadie que hubiera pasado su día encerrado en una oficina era capaz de perderse la cena.

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