capitulos 10

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LIADAN

Me vuelvo a poner el anillo, incapaz de creer que la treta haya funcionado de verdad. Siempre he sido buena actriz, pero estaba muy nerviosa. Los antiguos escoceses tenían montones de mitos y leyendas en los que los caballeros debían recuperar los anillos que sus damas habían perdido en un lago, y se me ha ocurrido probarlo. Mientras el corazón se me acelera, miro el reloj y empiezo a contar el paso del tiempo. Cuando pasan doce minutos, tengo suficiente y el miedo me puede. Dejo caer el suéter de Alar al suelo y echo a correr como si me persiguiera el mismísimo diablo.

Decido seguir el plan que he elaborado pese a que el pánico me está nublando el entendimiento. Corro hasta que me quedo sin aliento por la senda del bosque, esperando no errar el camino o caerme y romperme un tobillo. Soy consciente de que la luz del día me abandonará pronto en la penumbra. Y me siento un poco estúpida. Esto es lo que había esperado que sucediese, tener la prueba de que no estoy loca, pero la parte racional de mi mente se empeña en convencerme de que es imposible. Que es irreal.

Entonces empiezo a disminuir la velocidad, hasta que me detengo jadeante. ¿Y si realmente soy esquizofrénica y Alar simplemente se está ahogando de verdad en el lago? Me llevo las manos a las sienes, soy incapaz de pensar con claridad.

—¡¿Lia?! —resuena entonces su voz cavernosa en el bosque.

Está claro. Si no se ha ahogado tras pasar quince minutos en el agua, es que es técnicamente incapaz de ahogarse. Vuelvo a correr con todas mis fuerzas. No sé qué puede pasar si me atrapa, y no deseo comprobarlo. Aunque la oscuridad que cae ya a plomo me impide seguir fácilmente la vereda por la que corro, retraso al máximo el momento de sacar la linterna. Seguramente a Alar ni se le ocurrirá intuir lo que voy a hacer, así que es mejor no darle pistas. Tropiezo con piedras y raíces y me araño la cara con una rama demasiado baja pero sigo corriendo. La adrenalina me da fuerzas y me anestesia frente al dolor. Es mi supervivencia lo que está en juego.

Suspiro aliviada cuando llego al claro de los caims. Corro con la vista al frente, como los caballos, hasta que llego a las pequeñas piedras planas que conforman la tumba de Alar. Me arrodillo frente a ella y miro el suelo a mi alrededor. Maldición, no hay piedras. Me levanto y giro sobre mí misma buscando el lugar más apropiado para encontrarlas. No hay más remedio, me digo. Me acerco hasta el caira más próximo y cojo unas cuantas piedras sueltas, redondeadas y pulidas, de las que hay en el suelo. Las cargo en brazos y vuelvo frenética a la tumba céltica. Empiezo a apilar los guijarros, formando una pirámide redondeada sobre la losa con su nombre.

He leído en uno de los libros de mitos locales que los antiguos habitantes de Escocia solían apilar piedras sobre las tumbas para evitar que sus moradores saliesen de ellas. Por lo menos servía para los Dearg-due, los vampiros sobrenaturales escoceses, pero espero que también sea útil para los fantasmas en general. Me aseguro de conseguir que mi montoncito se parezca lo máximo posible a los millares de montoncitos que emergen en numerosos lugares de Escocia; supongo que no soy la única que cree en estas cosas. O también es posible que la gente lo haga por morbo, y sin saberlo esté encerrando a algún que otro muerto demasiado nervioso.

—Por favor, por favor, que funcione —murmuro mientras coloco las dos últimas piedras una sobre otra, dando a mi pirámide el aspecto de una torre de castellers.

Espero. De repente una queja, similar a un gruñido furibundo, se eleva desde el bosque. Reconozco esa voz cavernosa. Por si acaso no ha funcionado y lo único que he conseguido es enfurecerlo, me preparo para despedirme de mi existencia. Mi vida no pasa ante mis ojos, no disfruto de mis recuerdos más felices. Sólo soy consciente de la tensa espera.

Me protejo la cabeza con los brazos cuando un viento turbulento se acerca desde el bosque hacia mí, violento y helado. La brisa sobrenatural me azota los cabellos y la chaqueta mientras pasa a mi alrededor, pero se extingue en cuanto llega a mi pequeña torre de piedras. Después, sólo me envuelve la fría quietud de la noche otoñal escocesa. Espero largos segundos antes de permitirme albergar la esperanza de sobrevivir a esto. Sólo entonces levanto la vista para mirar a mi alrededor, como quien despierta de un sueño.

Ha acabado de oscurecer mientras yo permanecía enterrada entre mis brazos, pero estoy sola en el claro.

—¿Alar? —llamo en voz alta, deseando tener la certeza de que no está.

Supongo que ya puedo pensar que ha funcionado, que mi plan ha sido un éxito. Me he desecho del espectro de un cadáver, una aparición, un muerto viviente o como quiera que se llame. Eso implica muchas cosas, pero prefiero no ahondar en ellas ahora. Alar es un fantasma, y puede no ser el único que ronde por aquí.

Ese pensamiento me sume en un terror frío que me hace levantarme linterna en mano. Echo a correr por el bosque hasta que me duelen los pulmones, fijando la mirada en el pequeño haz de luz que mi linterna dibuja en la estrecha senda sinuosa. Me concentro en el sonido de mi propia respiración sofocada, tratando de no prestar atención a los ecos del bosque del instituto; no necesito más sustos. Esta vez opto por el camino corto, el del lago. Siento que me embarga el alivio cuando diviso la ovalada masa de agua frente a mí. Voy disminuyendo la velocidad a medida que cruzo el puente donde le he tendido mi trampa a Alar. Su suéter ya no está aquí. Ni las luces de la biblioteca están encendidas. La normalidad me rodea. Y me siento exhausta, pero también victoriosa, todopoderosa. Una especie de Buffy Cazavampiros, pero con estilo.

Estoy tan satisfecha de que las cosas hayan salido bien, de haber sobrevivido y saber que lo sobrenatural existe y no estoy loca, que me niego en redondo a hacer caso de lo que veo por el rabillo del ojo. He vencido y punto. Pero cuando el borrón blanco se hace más grande y cercano, ya no puedo ignorarlo más. Me giro bruscamente hacia el margen derecho del lago, apuntando con la

linterna como si fuera un arma. Allí, a unos doscientos metros, una especie de bruma blanca humanoide parece caminar por el borde del agua.

Gimo con horror. Mientras el subidón de adrenalina mueve mis piernas por mí, me acuerdo del comentario que hizo Aithne el día antes a que todo esto empezara. «A mí me explicaron que a veces en el lago del jardín de atrás se ve a una doncella de blanco...» «¡Otro no!», pienso angustiada mientras me lanzo a través de las verjas abiertas del castillo al mundo exterior. Tengo más que suficiente con Alar.

Cuando llego a casa, me siento en la cama y lloro un rato. Ahora, por fin, la presión de todo lo que he vivido, lo irreal de la situación, está haciendo mella en mi alma. Sé que, ahora que tengo la certeza de que lo que ha pasado es real y que he solucionado el asunto, voy a tener que enfrentarme a mis propias emociones. Y éstas, de momento, me hacen llorar de puro espanto y emoción mientras me enrosco sobre mi edredón.

Para empezar, soy rara, más que nunca. Las personas normales no ven muertos, ni los engañan y los encierran en sus tumbas. La vida de la gente que me rodea suele ser más prosaica, creo. Y no quiero ser tan diferente a los demás. Pero tampoco puedo explicarlo.

Estoy asumiendo que él no va a volver, sea lo que sea. Lo he desterrado al lugar donde debería estar, o sea bajo tierra y en el más allá. Dios mío, realmente existe el más allá. Me siento eufórica, he derrotado al mal. Si es que ese chico tan hermoso y aparentemente educado puede considerarse algo malo.

No, no me siento tan entusiasmada. Una parte de mí se siente culpable, rastrera. La burda treta del anillo aún me pesa en el alma. Él se ha lanzado a buscarlo, me ha acariciado el rostro con ternura. Y otra parte de mí, esa que no tiene instinto de supervivencia alguno, siente pena también por Alar, y teme haberlo matado de verdad.

TAIHBSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora