Capítulo XIII "Como si fuera la primera vez"

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<<Las noches en Forks podían ser aptas para el romance o para una película de terror. Dependiendo de la compañía.>>

Me encontraba pensando en casi un estado de paranoia aquella noche. Observando la niebla que solía envolver todo alrededor. Mientras se volvía sumamente espesa, tanto que no me permitía ver más allá que la tenue silueta del frondoso pino que flanqueaba el ventanal.

Eso podía hacer las noches perfectas para acurrucarse con un ser querido, o querer esconderte debajo de las mantas por la incertidumbre de que de entre dicha niebla, se pudiese esconder un maníaco para saltarte encima en cualquier momento. O cualquier otro ser que no fuese de naturaleza viva. Y he allí la razón por la cual no era nada asidua al género de terror cuando se trataba de escoger una película: era una total y gran gallina.

Sí, bueno. Podría estar exagerando un poco, pero el hecho es que cuando estás en una inmensa casa que tiene grandes ventanas panorámicas —tan anchas como para que una fila de cinco osos grizzly pasen agarrados de la mano al mismo tiempo—, y comienzas a escuchar ruidos raros; tu mente empieza a decirte mil cosas a la vez: ¿Será un ladrón?, también podría ser Emmett que acaba de llegar pero ¿Y si no lo es?, ¿Entraría un animal?. Conclusión: la cobarde que tenía por dentro se negaba a salir del cuarto y enfrentarse a lo que sea que estuviese allá afuera.

<<¿Sería Edward? No.>> Me convencí a mí misma. Se había quedado dormido en su habitación luego de llegar de casa de Alice y darse un baño con agua caliente.

En ese instante pensé que a pesar de todo, el refrán "la curiosidad mató al gato" no podía ser más cierto. Así que me coloqué mis pantuflas de peluche y salí del cuarto en sumo silencio hacia el pasillo para inspeccionar la habitación de Edward, quién por cierto no se encontraba en ella.

Ahora ese era el ruido en el ala inferior de la casa, tenía un quién. Y apostaba mi paga de ese mes, a que sabía exactamente el porqué.

—Comer tantas galletas de canela no te van a ayudar con ese insomnio, ángel —Edward saltó en la silla donde estaba sentado y casi se atraganta. No pude contenerme y rompí en carcajadas—. ¡Lo siento, Edward! —dije la risa me lo permitió.

Lo encontré sentado justo en frente del mesón desayunador de la cocina, con la espalda encorvada hacia adelante, sin realizar mayor movimiento que el de llevarse algo a la boca. El sonido crujiente me dijo todo lo que necesitaba saber.

Edward me miró con cara de pocos amigos y frunció el ceño haciéndolo lucir como un niño malcriado.

—¿Estás molesto? —luchaba con la risa que aún tenía atascada en la garganta. Bajó la cabeza a modo de respuesta. Era incapaz de mentir, por lo cual cuando no quería admitir algo, optaba por el silencio. —No fue mi intención asustarte. —me acerqué y deposité un beso en su mejilla. Eso pareció mejorar instantáneamente su humor.

—Estaba comiendo galletas de canela. —levantó el círculo marrón en su mano para que lo viera. Aunque en sí, no había mucho que ver. A su lado una o dos galletas en un tarro esperaban su turno para ser devoradas.

—Eso deduje, ángel. No creo que haya algo más en esta cocina que te haga desvelarte.

Miré el desastre de migajas que tenía en el mesón de mármol y luego a él que me estaba viendo con una expresión de satisfacción.

—Me encantan.

—Haz dejado eso bastante claro, ángel. —volví a besarlo en los labios y me fui a la nevera a buscar un poco de leche, que luego coloqué en una taza y puse en el horno microondas por un minuto. Entonces se la tendí a él.

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