III. Revelaciones

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Aquel sábado, Ana se levantó temprano para ducharse primero y dejar que su amiga siguiera durmiendo. Mientras se lavaba el cabello, sintió un cosquilleo en la espalda que le recordó el agudo dolor del día anterior. Decidió no darle importancia, aunque, durante un breve segundo, sus pensamientos se vieron intimidados por un absurdo temor. Salió del baño luego de cepillarse los dientes, se puso unos jeans y una vieja playera azul. Con oscuras intenciones, se acercó muy despacio a Eunice. Le gritó al oído para despertarla, esquivando por poco el manotazo que su amiga propinó torpemente.

–¡Arriba! –volvió a gritarle a una distancia más segura–. Hay que aprovechar el día.

Eunice se levantó con los ojos hinchados y se arrastró hasta el baño. Ana bajó a la cocina con su mochila en la mano. Su madre ya estaba ahí, de pie junto a la cafetera, que irradiaba un exquisito aroma. Tenía una taza en las manos y bebía despacio el caliente contenido.

–¿Van a salir tan temprano? –preguntó un tanto sorprendida.

–Sí, vamos a salir a caminar un rato –respondió Ana, metiendo un par de botellas de agua a la mochila.

–No regreses tarde por favor –Azahar le sonrió para disfrazar una punzada de angustia en el pecho.

–No te preocupes, mamá, estaré aquí por la tarde –dijo, guardando un poco de fruta y una gran bolsa de papas fritas. Cerró la mochila y subió corriendo las escaleras, sin percatarse de la mirada preocupada de su madre.

De regreso en su habitación, Ana echó un vistazo a su alrededor, como si quisiera percatarse de que nadie la observaba. Se agachó y, metiendo medio cuerpo debajo de su cama, sacó una pequeña y oxidada caja verde. La abrió y tomó un par billetes que dobló de manera cuidadosa para guardarlos en el bolsillo de su pantalón. Eunice salió del baño envuelta en un extraño sopor, tomó una blusa negra del closet de su amiga y se la puso con desgano, Ana terminó de cepillarse el cabello, tratando de dejar presentables a los mechones más caprichosos.

–¿Ya estás lista? –le preguntó a Eunice, mientras se sumergía en el clóset para buscar el largo y desgastado abrigo verde que tanto le gustaba.

–Ya casi, sólo deja que me peine –refunfuñó Eunice.

Salieron de la casa dejando a Azahar recargada en la puerta como siempre. Ana encontraba molesto aquel hábito, pero ya se había acostumbrado y no le daba mayor importancia. Caminaron en silencio hasta la parada de autobuses. El gesto serio en el rostro de Eunice no pasó desapercibido para Ana, quien comenzó a cuestionarla en cuanto abordaron el autobús.

–¿Te pasa algo? Estás muy callada.

–No, estoy bien. Es sólo que tengo sueño todavía –Eunice fingió una sonrisa.

–Sí, creo que nos levantamos muy temprano. Es mejor, así aprovecharemos más el día. ¿Ya sabes qué quieres comprar en la tienda de antigüedades?

–No lo sé, ¿qué tal una mesa? –respondió, evidenciando un destello de emoción en la voz.

–¿Una mesa? –Ana se quedó en silencio, sopesando la idea–. Sí, nos hace falta una mesa, pero tiene que ser pequeña para poder llevarla hasta la casa. Es una pena que no podamos amueblarla completamente, uno de estos días va a llegar alguien a reclamarla –dijo en tono de broma.

Eunice sonrió de verdad esta vez.

El autobús las dejó a un par de calles de la única tienda de antigüedades de la ciudad. El hombre que la atendía era casi tan viejo como todo lo que estaba ahí, y había perdido casi por completo el oído. Las chicas caminaron de un lado a otro, mirando los tesoros expuestos ante sus ojos. Ana tomó una muñeca de trapo, cuyos rizos se contenían por un listón rosado. Eunice examinaba una mesita de madera oscura, sostenida por una sola pata central, tallada con forma de una enorme garra de alguna bestia desconocida. En ese momento, se quedó inmóvil, su respiración comenzó a acelerarse cuando algo apareció frente a sus ojos, algo que sólo ella podía ver. Después de unos segundos, una sensación extraña y fría invadió sus entrañas, trayéndola de vuelta a la realidad. Suspiró. Miró a Ana, quien se encontraba entretenida con una caja de cartón. Sintió alivio al ver que su amiga no se había percatado de lo sucedido. Sin embargo, recordó al instante su visión, y comenzó a híper ventilar de nuevo. Trató de calmarse para no hacer evidente su pánico. Se prometió a sí misma no guardar aquel secreto ni un día más.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora