XIV. Transformación

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Lo único que Ana podía ver, era una sombra borrosa cubriéndolo todo. Sentía cómo su corazón se vaciaba despacio y su mente se convertía en una negra y pesada carga. Todo se había vuelto denso, carente de sentido, lo único que podía percibir con claridad era el interminable dolor en su espalda. El cansancio comenzaba a vencerla y, aunque no quería cerrar los ojos, sus párpados no podían permanecer abiertos ni un segundo más.

Azazel se encontraba sentado sobre la alfombra verde, sosteniendo la cabeza de Ana en su regazo. La cubría con sus alas azules cuando su cuerpo saltaba presa de un espasmo. Acariciaba su cabello con ternura y mantenía los ojos cerrados, mientras susurraba una plegaria en algún idioma desconocido. Afuera, la tarde era tranquila y luminosa, la laguna ya se había apagado, quedando en suave calma. El sol comenzaba a buscar tímidamente su camino de regreso hacia el horizonte. De las sombras que cubrían el rincón cerca del ventanal, salió Dante acompañado de Laziel, quien se acercó sin prisa al ángel y lo saludó haciendo una elegante reverencia.

–Es un honor volver a verlo –le dijo con voz solemne.

Azazel abrió los ojos y lo miró con la alegría dibujada en su rostro. Le dedicó una increíble sonrisa al extender uno de sus brazos hacia él, llamándolo con euforia.

–¡Laziel!, ¡ven acá vejestorio!

La criatura se acercó y ambos, duende y ángel, se fundieron en un efusivo abrazo. Aunque Azazel no pudo levantarse, pues Ana seguía descansando en su regazo.

–¡Trajiste al chico! ¡Gracias! –manifestó el caído, mientras observaba a Dante con esa peculiar chispa en los ojos–. ¡Vaya!, creció bien. Hiciste un buen trabajo.

Laziel no estaba acostumbrado a recibir halagos, pero aquél pareció inflamarle el pecho de orgullo. A pesar de que Dante no era realmente su hijo, siempre lo había querido como tal.

–Sadah ayudó –le respondió, guiñándole un ojo.

–¡Ah! ¡La hermosa Sadah!, espero que se encuentre bien –dijo el ángel sin dejar de sonreír.

–Cada días más hermosa.

Ana yacía boca abajo, viendo sin ver. Lucía casi muerta, su piel había palidecido y estaba bañada en sudor. Dante sintió un tirón en el estómago al presenciar aquella imagen, nunca había estado frente a un ángel que sufriera tanto. Miró a Azazel, quien se encontraba completamente relajado, mientras acariciaba el cabello de su hija. Llevaba puesta una gabardina negra que cubría sus ropas oscuras, las cuales parecían pertenecer a una época distante. Podía pasar por un ser humano común y corriente, de no ser por sus negros ojos carentes de pupilas y sus pies descalzos, a merced de los elementos. Además, sus ropas presentaban dos rasgaduras en la espalda, por las cuales podían salir las alas que en aquel momento se encontraban protegiendo a Ana.

–Dante –lo llamó con serenidad–, voy a necesitar que cuides de Ana mientras busco unas hierbas para calmar su dolor.

El chico asintió sin dudarlo. Era la primera vez que se encontraba cara a cara con un ángel caído, siempre los veía de lejos. Su misión consistía en encontrar a sus hijos e informarles sobre su verdadera naturaleza. Generalmente se marchaba cuando el nuevo ángel comenzaba la transformación, dejándolo todo en manos del caído que llegaba para guiar a su hijo a través de su nueva realidad. Laziel le había advertido, muchos años atrás, que no era educado quedarse a presenciar aquel momento tan especial para los caídos. Dante recordó también la respuesta dada por su padre adoptivo, cuando le preguntó qué se sentía el estar cerca de tan evasivas criaturas: Cuando un ángel caído está presente, todos los sentimientos negativos se desvanecen. En ese momento, al sentirse sofocado por la paz procedente de Azazel, comprobó la verdad de esas palabras.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora