IV. Azazel

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Por la tarde, la neblina había desaparecido. Sin embargo, el frío obedecía a su naturaleza constante, y no daba tregua alguna. Eunice y Ana caminaban en silencio por la acera solitaria. Pasaron por la boutique de Azahar, que en ese momento se encontraba repleta de gente. Una señora corpulenta alababa casi a gritos un vestido magenta perfecto para su singular figura. Ana aceleró el paso para llegar pronto a la puerta azul que custodiaba la entrada de su casa.

–¿Y ahora?, ¿por qué tanta prisa? –le preguntó Eunice sorprendida, tratando de seguirle el paso.

–No es nada, sólo estoy cansada –respondió Ana, buscando la llave en su bolsillo.

–¿No quieres avisarle a tu mamá que ya llegamos?

–No... Me molesta un poco interrumpirla cuando está recibiendo su dosis de halagos –Ana usó su tono más sarcástico y se detuvo frente a la puerta para introducir la llave en la cerradura–. ¿Quieres que hagamos palomitas?

–No, lo siento. Mejor me voy a casa, también me siento cansada, fue un largo día. Además, mañana debo salir temprano con mi mamá –Eunice trató de ahogar un bostezo.

–Bien. Nos veremos en la cafetería.

–Sí. Tal vez llegue antes que tú –sonrió–. No olvides tu promesa... por favor.

Ana le sonrió de regreso y negó con la cabeza. Se despidieron sin efusividad. La larga caminata y las confesiones las habían dejado verdaderamente exhaustas.

En la sala flotaba el rastro de la salsa de tomate y orégano que Azahar consideraba como su especialidad. Ana lo siguió hasta la cocina, dejando la mochila en el piso. Caminó hacia la estufa, donde la esperaba una pequeña olla metálica llena de pasta y albóndigas bañadas con la aromática salsa. Tomó un plato, se sirvió una gran porción y se sentó en el pequeño comedor. Tenía mucho apetito, así que comió de prisa, con su reflejo en la mesa de cristal como único testigo. Se levantó, llevándose a la boca el último bocado, y se dirigió de nuevo a la cocina para lavar el plato. Levantó la mochila, luego subió a su habitación.

Leyó un rato, también trató de escribir el inicio de un cuento breve en su computadora, pero no tuvo éxito. Estaba tan cansada, que decidió prepararse para dormir. Mientras se cepillaba los dientes, pensó en todo lo ocurrido aquella tarde. La habilidad de Eunice le parecía extraña, no la comprendía. Sin embargo, no podía dudar de ella. Sintió un repentino temor al recordar la visión de la cual era protagonista, cerró los ojos para borrar ese sentimiento de su interior. Apagó la luz y se tiró en la cama, cubriéndose hasta las orejas con las cálidas mantas. El frío ya atacaba con saña a la ciudad. Ana cerró los ojos poco a poco, dejándose llevar por la inconsciencia. Sus sentidos se perdían lentamente en las formas de un sueño cercano, cuando un golpeteo en la ventana la regresó a la realidad. Brincó entre las mantas y abrió los ojos, quedándose en silencio para tratar de identificar si el sonido era real o sólo era parte del sueño que se había interrumpido. Algo chocaba constantemente contra el cristal, se levantó en la oscuridad y caminó hacia la ventana cubierta por una cortina blanca. Se asomó lentamente, temerosa de encontrar algo desagradable. Pero sólo pudo ver una mariposa del tamaño de su mano. Tenía las alas rojas y colisionaba contra el cristal como su estuviera empeñada en entrar. ¿Qué pasa con los bichos hoy?, pensó la chica. Cerró la cortina y regresó a su cómoda cama. Pronto se encontraba sumergida en el mismo sueño de la noche anterior.

Corría en aquel camino estrecho otra vez. Pero, ahora sentía más frío, y la escena le parecía más real. Los cadáveres destrozados a su alrededor emitían sonidos lastimeros que llenaban de pánico su pecho. De nuevo, no tenía el valor para mirar atrás y descubrir a su perseguidor. Sus grandes ojos oscuros se inundaron cuando escuchó la ligera y dulce voz otra vez: Enfréntalo. En ese momento, Ana logró mirar a su derecha. Pudo ver a un hombre que flotaba junto a ella, la miraba con una mezcla de ternura y pánico en su rostro perfecto. Aquel personaje le parecía familiar, no podía dejar de mirarlo, se reconocía en su rostro. En un segundo de lucidez, pudo ver que en su espalda se agitaban un par de gigantescas alas cubiertas de plumas luminosas, cuyos destellos azules la cegaban por momentos. Ana cayó de rodillas y el dolor insoportable cubrió su espalda nuevamente. Sintió cómo algo desgarraba su carne, sumiéndola en una terrible agonía. El hombre se detuvo junto a ella y le habló nuevamente: Resiste.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora