X. Vigilantes

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En aquella noche fría, las gotas de lluvia que invadían cada superficie, brillaban con la luz de los autos que pasaban a toda velocidad. Una impertinente gotera rozaba el abrigo de Ana, cuando Greg la atrajo hacia él.

–Lo siento –musitó, tratando de sostenerle la mirada–. Te estabas mojando.

Ana se había quedado sin aliento, al sentir la mano de Greg en su cintura. Pero se las arregló para girar la cabeza lentamente y ver las gotas que el chico le señalaba.

–Gracias –le respondió, sonriendo con dificultad.

La lluvia parecía no tener fin. Grandes gotas caían con furia sobre el techo de acrílico, poniendo nerviosos a los que ahí se refugiaban. Los relámpagos en el cielo, sólo alentaban la desesperación. Ana procuraba fijar su atención en todo, menos en la mano de Greg, de la cual salían disparadas pequeñas descargas eléctricas, que le producían esponjosas cosquillas en donde estaba posada. Él la observaba con tristeza, se había traicionado a sí mismo, y aún así, no podía soltarla. Mientras miraba hacía la calle, Ana pudo distinguir en medio de la lluvia a una inquieta mariposa blanca aproximándose a ella, casi milagrosamente. El insecto sorteaba las pesadas gotas de agua y, por momentos, parecía que iba a caer rendido antes de llegar a su destino. Con los ojos llenos de sorpresa, la chica pudo ver cómo se posaba exhausta sobre su hombro, provocándole una terrible punzada de dolor. Ana se quejó y arqueó la espalda, ahuyentando al bicho con el movimiento.

–¡¿Estás bien?! –le preguntó Greg alarmado, atrayéndola hacia él como una especie de reflejo.

–Sí... Sólo sentí una punzada en la espalda –respondió ella, un poco desconcertada –. Ya se me está quitando.

Ana buscó a la mariposa, pero se había esfumado como por arte de magia. Se quedó pensativa, observando cómo las gotas chocaban violentamente contra el pavimento. La sospecha, que había acallado antes, comenzaba a confirmarse escandalosamente. Las mariposas no estaban actuando de manera normal, y debía aceptar su conexión con el inusual dolor en su espalda. Sintió miedo. Automáticamente, recostó su cabeza en el pecho de Greg, buscando consuelo. Aquello la asustó aún más, pues un pesado sentimiento de pertenencia la abrumó al escuchar el corazón del chico palpitando frenéticamente. Greg no supo cómo reaccionar ante aquel acercamiento. Sólo pudo cerrar los ojos resignado. Permanecieron así, inmóviles entre el murmullo de las voces vecinas, que se quejaban por la impertinencia de la lluvia.

Un autobús rojo se detuvo frente a ellos. Ana lo abordó con premura, despidiéndose de Greg, agitando la mano desde la ventanilla empañada. Mientras, el chico le regalaba una modesta sonrisa llena de significados. Conforme el vehículo avanzaba, Ana pudo sentir que una parte de ella se quedaba en la parada, bajo el techo de acrílico, acompañando al muchacho, que tenía los ojos llenos de tristeza.

Cuando Ana llegó a su casa, encontró a Azahar apesadumbrada. Estaba sentada en la mesa del comedor, sosteniendo una taza de té entre sus manos, con los ojos perdidos en el infinito.

–¡Ya llegué! –anunció con tono animado, para sacar a su madre de aquel trance.

–¡Qué bueno, hija! ¿Cómo te fue hoy? –le preguntó Azahar, sin sentirse contagiada por la alegría del achica.

–¡Bien! –respondió, adjuntando una inédita sonrisa a su respuesta.

–Mmm... Estás muy alegre –Azahar sospechó de inmediato. Aquel inusual estado de ánimo activó una alarma en su conciencia–. ¿Puedo saber el motivo?

Ana no estaba acostumbrada a invitar a su madre al mundo secreto en el que vivía. Pero en ese momento, el alma le palpitaba vivazmente, obligándola a dejarla pasar.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora