XI. La cita

13 0 0
                                    

Los dos días siguientes transcurrieron en medio de una tormentosa confusión para Azahar. Se despedía de su hija por las mañanas, sabiendo que no faltaba mucho para dejarla ir definitivamente. Los recuerdos de su vida con Azazel comenzaron a revolverse con su realidad actual. Todos los años, pesados y llenos de esfuerzos por olvidar aquella noche aterradora en la que el padre de su hija se fue, quedaron reducidos a dudas e incertidumbre. Debía encontrar la manera de salir de su tortura. Una sospecha era el único alimento para su esperanza de no ver a su hija convertida en un monstruo.

Dentro de todas las imágenes, que vagaban dentro de su cabeza, reconoció la huella de un pequeño detalle imposible de explicar. Una noche, cuando regresaba al departamento donde vivía con Azazel, encontró en uno de los botes de basura, que hacían guardia afuera del edificio, los restos de un plantita de geranio. Tomó la pequeña maceta, repleta de flores marchitas, y la llevó a casa con la esperanza de revivirla. En la sala, encontró a Azazel, pegado a un pequeño radio que trasmitía una desconocida canción en inglés. Su mirada parecía perdida en las invisibles notas, parecía estar fascinado.

–¡Ya llegué, amor! –lo saludó Azahar, cerrando la puerta con el pie.

Azazel la saludó sólo con una de esas miradas que no parecían de este mundo. Azahar puso la macetita en la pequeña mesa de centro y se dirigió a la cocina con la intención de preparar la cena. Encendió la estufa y puso a hervir agua para preparar té de manzanilla, el favorito de Azazel. Cuando regresó a la sala, se topó con el geranio resucitado. Sus hojas estaban verdes, brillantes; las florecillas, que colgaban casi muertas unos minutos atrás, ahora se encontraban rebosantes de color y vida.

Recordando aquel episodio, reconoció ahora que el milagro del que fue testigo pudo ser obra sólo de una persona. Un monstruo no da vida, pensó, mientras miraba por la ventana de la sala. Salió de la casa para buscar entre los rosales que cultivaba en el jardín trasero, una rosa, cuya existencia hubiera llegado a su fin. Encontró una pálida flor con los pétalos arrugados, la cortó y subió corriendo a la habitación de Ana, donde la ocultó debajo de la cama con la esperanza de recobrar una rosa fragante al día siguiente.

Ese viernes en la cafetería, las chicas se encontraban en dos mundos muy diferentes. Eunice estaba de mal humor, gracias a la ausencia de Dante. Sabía que, generalmente, sólo asistía al local los domingos. Pero la ilusión construida por su acercamiento la llevó a pensar en visitas más frecuentes. Ana, por otro lado, se había perdido completamente en sus conversaciones con Greg, quien no veía la hora de salir huyendo. Se sentía abrumado por el acercamiento de la chica, que no se apartaba de su lado. Por momentos, quería tenerla sólo para él, pero se asustaba con facilidad ante ese sentimiento y comenzaba a responder con monosílabos a las preguntas de Ana. En un instante de resignación, se sentó en la barra para acompañarla mientras parloteaba sobre las películas de Tarantino. Alex entraba y salía de la cocina sin soltar su teléfono celular, hacía planes y tomaba notas en su pequeña libreta amarilla. Cuando notó que Eunice se acercaba a la barra con el rostro serio, aprovechó para avisarle a sus tres empelados que la cafetería permanecería cerrada durante el fin de semana. Pues le haría reparaciones al techo, humedecido ya por el triste clima de Ciudad Lazuli.

Cuando Greg se levantó con desgano del banco de madera para seguir tocando, Eunice se acercó a su amiga, quien se había quedado en pausa, observando al chico mientras tomaba su violín.

–¿Por qué no aprovechas? –le preguntó en un susurro.

–¿Aprovechar? ¿Qué?

–Pues... Tenemos el fin de semana libre. Y ustedes dos ya dan asco –respondió, señalando discretamente a Greg con la cabeza.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora