IX. Conquistado

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Aquella noche, Greg llegó a su casa acosado por una sombra de furia y desesperación. Sus padres cenaban animadamente en el comedor, cuando escucharon que la puerta se cerraba de golpe.

–Carlos, ya van dos noches seguidas que Greg llega así. ¿Por qué no subes a hablar con él? –le pidió Alicia a su marido, con los ojos preocupados–. Tal vez algo anda mal en ese lugar al que va a tocar. ¡Deberías dejarlo tocar aquí de una vez por todas!

–¡Tocará en esta casa cuando cumpla su promesa, Alicia! No mientras su futuro siga incierto gracias a ese capricho suyo. Primero, debe demostrar que puede vivir de su... talento. Voy a ver qué le pasa –Carlos se limpió el bigote y se levantó de la mesa, regalándole una mirada seria a su esposa.

Greg se había encerrado en su habitación. Tirado en la cama con una almohada cubriéndole la cabeza, escuchaba música clásica con los audífonos puestos. Cerró los ojos para tratar de olvidar el rostro de Ana, que seguía presente incluso en las tinieblas. ¿Qué demonios está pasando? Se preguntó, dejando que la desesperación hiciera nido en su cabeza. De pronto, pudo escuchar cómo las notas del Réquiem de Mozart eran atravesadas por los golpes que su padre le propinaba con ímpetu a la puerta.

–¡Hijo!, ¡Ábreme! –le gritó.

El chico abrió los ojos con desgano, suspiró pesadamente antes de incorporarse sobre la cama y apagar el pequeño reproductor de música. Con la cabeza llena de fantasmas, se levantó para abrir la puerta, aunque el sujeto del otro lado no le inspiró nada de tranquilidad. Carlos lo esperaba con esa mirada nerviosa, que usaba cuando quería tener una conversación de padre a hijo.

–¿Qué quieres, papá? –preguntó sin interés.

–¿Puedo pasar?

Greg suspiró otra vez y, sentándose en la orilla de la cama, hizo un ademán para invitarlo a pasar. Carlos entró con paso inseguro, luego se sentó junto a él.

–Tu madre está preocupada, quiere saber si todo está bien. Piensa que tal vez tienes algún problema en tu nuevo... trabajo.

–No tengo nada –Greg respondió cortante sin mirar a su padre.

–Pues... para no tener nada... azotas las puertas con bastante intensidad –el hombre sonrió para acompañar su pequeña broma, la cual no provocó reacción alguna en el chico.

–Lo siento... Es sólo que...

–Hijo... puedes hablar conmigo o con tu madre de lo que sea. En la última sesión, el psicólogo dijo que no debías callar tus problemas. No es sano encerrarte en ti mismo...

–¡Lo sé, papá! –Greg lo interrumpió al darse cuenta de que se avecinaba un largo sermón–. Es que... ni siquiera estoy seguro de cuál es mi problema...

–Pues, ¿qué pasa? ¡Me asustas, hijo! ¿Estás metido en drogas? –Carlos trató de adivinar, exaltándose un poco.

–¡Claro que no! –respondió Greg, frunciendo el ceño–. ¡No quiero hablar de esto!

Ambos permanecieron en silencio. Carlos comenzó a enlistar en su mente las posibles causas para el sombrío estado de ánimo de su hijo. De todas, sólo una parecía acertada.

–¿Es... una muchacha? –preguntó con precaución.

El muchacho hizo una mueca de desagrado, y se dejó caer hacia atrás sobre la cama. Desvió la mirada hacia la ventana, a través de la cual sólo podía ver un cielo oscuro y nublado.

–Bueno y... ¿quién es?, ¿cómo se llama? –Carlos ocultó una sonrisa de satisfacción.

–Yo... –Greg no quería mencionar su nombre, sabía que eso debilitaría más sus defensas.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora