XXII. La tormenta

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Ana atravesó el armario sola, y empapada de pies a cabeza. Encendió la luz de su habitación para buscar ropa seca. Recordó las palabras de su padre al mirar su playera rota. Aunque habían sido dichas con tono de burla, estaba bañadas de verdad. Más le convendría hacerle agujeros a toda su ropa. Obedeciendo a su criterio, tomó unas tijeras de su escritorio y le hizo dos agujeros a su suéter morado. El irresistible aroma del orégano la distrajo por un momento, obligándola a bajar corriendo las escaleras con el estómago comiéndose a sí mismo. El comedor estaba vacío, sólo una luz moribunda entraba por la ventana, atravesando las cortinas de encaje. Todo se iluminaba de vez en cuando con el resplandor de los rayos impetuosos. Un plato de espagueti humeante sobre la mesa atrajo su atención, había encontrado la fuente del delicioso aroma. El plato estaba acompañado por un gran vaso de soda con hielos flotantes, rodeados de pequeñas burbujas. Ana se sentó a la mesa y, enrollando la pasta en el tenedor, comenzó a devorar grandes bocados, intercalándolos con sustanciosos sorbos de refresco. Hambrienta y sedienta como estaba, no escuchó cuando su madre entró al comedor.

–¿Por qué comes a oscuras, hija? –le preguntó encendiendo la luz.

–Yo...–Ana la miró con las mejillas hinchadas de pasta, masticó con rapidez y tragó para poder hablarle–. Tenía demasiada hambre, lo siento.

–¿Te gustó? La preparé sólo para ti –Azahar la miraba diferente, el dolor en su mirada había desaparecido.

–Está delicioso, mamá.

–Quiero darte un regalo–le dijo, mientras colocaba una gran caja forrada con papel metálico de color rosa sobre la mesa.

Los ojos de Ana chispearon de curiosidad, y haciendo el plato a un lado, tomó la caja para ponerla frente a ella. Se perdió por un momento en los hipnóticos destellos del papel, provocando que su madre se impacientara.

–¡Ábrelo!, ¡anda! –le pidió sonriente.

La chica retiró el papel con cuidado, no quería desgarrarlo y romper el patrón de los destellos, después retiró la tapa de la caja con emoción. Por un momento, no comprendió lo que había adentro, algo negro, suave, carente de forma. Pero sus ojos se llenaron de lágrimas cuando se puso de pie, para extender el abrigo forrado de lana por dentro y de un material impermeable por fuera parecido al cuero. A simple vista parecía un abrigo común, pero el detalle de unas aberturas perfectamente dobladilladas en la espalda conmovió a la chica.

–¿Tú hiciste esto para mí?–la voz de Ana delató la conmoción en su tenso corazón.

–Pensé que tendrías...frío. Después de todo, soy tu madre y no te dejaría...volar por ahí sin un abrigo –Azahar le sonrió con los ojos resignados. Las lágrimas no tardaron en recorrer su rostro también–. Es lo único que sé hacer hija, coser. Durante dieciocho años fuiste mi ángel de la guarda. Sólo tú me salvaste de la locura. Por ti me mantuve en pie, luchando por salir adelante...

–Mamá, yo...

–¡Déjame terminar! –Azahar cerró los ojos y suspiró para recuperar la compostura–. Es difícil renunciar a todo lo que uno cree y considera real. Todavía no estoy convencida de esto, pero te he tenido a mi lado durante todo este tiempo, cumpliendo mi misión de mantenerte viva y sana. Ahora, debes cumplir tú con la tuya. Sólo me resta dejarte ir.

Ana abrazó a su madre con toda la fuerza que encontró en sus brazos. Por un momento, ambas se abandonaron a un llanto desgarrador.

–Te prometo que no me iré para siempre, mamá.

–¿Podré verte?–le preguntó Azahar entre lágrimas.

–No lo sé...Hay muchas cosas inciertas en mi destino –Ana le sonrió, mientras se secaba las lágrimas–. Aunque, de algo estoy muy segura: mi padre siempre estará cuidándote.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora