VI. Luz

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Aquel helado lunes, cerca del medio día, Greg entró en la fría y pálida oficina de la escuela de música local. El edificio estaba casi vacío debido a las vacaciones de verano, y sólo una secretaría se encontraba a cargo de registrar a los nuevos alumnos. La pobre capturaba datos en una vieja computadora, con los dedos temblorosos. Ni siquiera el grueso chal rosado en el que estaba envuelta, la protegía del frío. Sus ojos llenos de tedio contrastaban con sus delgados labios rodeados de arrugas, que temblaban también.

–Buenos días –saludó el muchacho, con tono cortés–. Soy Gregorio Olid. Mi padre llamó el viernes y le dijeron que debía venir a recoger mi horario.

–Buenos días –respondió la mujer perezosamente, mientras abría uno de los archivos en su computadora–. Toma asiento, por favor. Tengo que imprimirlo.

Greg se sentó en una acojinada silla verde, que ya estaba lista para la jubilación. La impresora emitía un quejumbroso sonido, mientras escupía lentamente la hoja con su horario.

–Tenemos cupo para nuestros cursos de verano, por si te interesa –le informó la secretaría, haciendo un movimiento extraño con sus dedos.

–Gracias. Tal vez llame luego para pedir informes –respondió Greg con amabilidad, para no comprometerse.

La secretaria le tendió la hoja, indicándole que sus clases comenzarían en un mes. Greg tomó el horario y lo dobló en cuatro partes, con la intención de guardarlo en su bolsillo. Después de anotar todos sus datos, la secretaria recibió el cheque y le dedico una triste sonrisa de despedida.

Un par de horas más tarde, el muchacho se encontraba en el comedor de su nueva casa, acompañado de sus padres. Alicia había preparado un espeso estofado agridulce que Carlos degustaba con singular avidez, embarrándose el bigote.

–Papá, ¡deberías deshacerte de ese bigote! –le dijo Greg entre risas.

Carlos lo miró resentido y se limpió la boca con su servilleta.

–Te propongo un trato –respondió con perspicacia.

–¿Otro? ¡El último convenio que hice contigo todavía me produce dolor de cabeza! –bromeó.

–¿Qué te parece si yo me rasuro el bigote cuando tú... encuentres una novia?

Greg desvió la mirada y negó con la cabeza. Por alguna extraña razón, el rostro de Ana apareció en su mente, tomándolo por sorpresa.

–¡Estás loco, papá! Mejor cuida ese bigote, se ve muy solo. Tal vez pronto le haga compañía una larga barba –el tono de frustración en la voz del chico sólo disfrazó a medias la furia desatada en su interior. Tomó la servilleta de sus piernas y, arrugándola, la aventó contra la mesa antes de levantarse con rudeza.

Alicia y Carlos se miraron desconcertados.

–¡Carlos, no le digas esas cosas! Ya sabes cómo se pone –le recriminó Alicia con un susurro.

–¡Lo siento, mujer! Pero ya está grandecito y es hora de que enfrente la realidad. ¡No puede vivir en el recuerdo para siempre!

–No entiendes... Nuestro hijo no vive en el recuerdo, ¡vive con miedo! Por eso no se relaciona con nadie afuera de estos muros –Alicia bajó la mirada y suspiró.

–¡¿Pero miedo a qué?! –Carlos se recargó en la silla y entrelazó los dedos de las manos sobre su recién abultado estómago.

–No lo sé. Quizá... a que pase lo mismo que con tu padre y con Cecilia –explicó la mujer, haciendo un gran esfuerzo para no llorar.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora