XXXI. La batalla

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Ana abrió los ojos, cuando sintió un calor abrazador acariciando su rostro, y una fuerza destructora empujando su brazo derecho. Lo primero que vio, fueron las llamas rojas contorsionándose con violencia frente a ella. Al principio, no lograba comprender del todo lo que estaba pasando, incluso llegó a preguntarse quién era y dónde estaba. Sin embargo, todo se aclaró cuando vio dibujado entre las llamas el rostro iracundo de Miguel.

Ana empujó su espada con toda la fuerza que logró reunir, alejando así la del arcángel, y liberándose de la presión. Entonces miró a su alrededor, se vio rodeada de todos los caídos, que habían bajado al suelo, adoptando una posición de ataque para defenderla de cualquier agresión. Miguel rió con la potencia de todas sus voces, mientras sus brillantes cabellos blancos se alborotaban con el violento movimiento de su cabeza.

–¡Eres más fuerte de lo que pensé! –dijo, alejándose un par de metros más del suelo–. Lograste frenar mi ataque.

La elegida lo miró, sintiendo el corazón acelerado y la mente aturdida por la sombra de la muerte. Suspiró aliviada de sentirse viva. Recordó al mensajero herido y dirigió sus ojos negros hacia él. Ahora se revolcaba en la tierra, llenando su hermoso cabello dorado de hojarasca. De su herida emanaba la sangre fresca a borbotones, como si fuera un río. Su pie yacía a unos metros de él, envuelto en sangre y lodo. Lucifer lo levantó como si fuera una roca cualquiera, para levantarlo en el aire orgulloso. Ana supuso, una vez más, que sonreía detrás de su inexpresiva máscara. El arcángel Gabriel descendió unos metros para observar de cerca los movimientos de Lucifer, como si no pudiera creer lo que sus ojos veían.

–¡¿Cómo te atreves?! –le dijo con tono rudo. Su voz era ligera como el aire y, a diferencia de Miguel, sólo habitaban en ella dos voces distintas, una grave y una aguda.

–¡Señor, bendice esta espada y guíanos con ella hacia la victoria! –gritó el caído, levantando su espada después de lanzar el pie del mensajero a la blanca túnica de Miguel.

Entonces todo comenzó. Fue, como si dos impetuosas corrientes distintas se encontraran en un mismo río. Miguel se abalanzó otra vez sobre Ana, ahora ella podía evadir sus ataques con los ojos bien abiertos, sorprendida de su propia habilidad. La espada de fuego la atacaba desde todos los ángulos posibles, pero ella conseguía esquivarla sin sufrir daño alguno. Miguel se frustraba cada vez más al no poder lastimarla desde el aire.

Gabriel había sucumbido ante la actitud desafiante de Lucifer y peleaba contra él, con sus pies bien puestos sobre la tierra. Por lo menos, Lucifer ya había ganado esa pequeña batalla. Sonrió con satisfacción detrás de su máscara blanca, al ver cómo el arcángel se ensuciara los pies. Su lucha era reñida, pues ambos eran fuertes y rápidos en sus movimientos. La espada helada de Gabriel, destellaba con cada golpe recibido por la espada negra de Lucifer.

El resto de los ángeles peleaban unos contra otros. Los soldados celestiales habían bajado también, y sus pies se mezclaban con los de los hijos de los caídos. Se habían enfrascado en una guerra uniforme, sobre la tierra todos eran iguales. Rafael era el único que revoloteaba de un lado a otro por todo el valle, observando los movimientos ajenos con sus dos flamas amarillas, como si supervisara aquella escena violenta.

Azazel había derribado a tres ángeles enemigos casi de inmediato, y peleaba con otro, mientras lanzaba miradas furtivas a Ana. Quería ayudarla, pelear a su lado, pero ella se movía con gran rapidez, esquivando el ardiente filo de la espada de Miguel. Sin embargo, a pesar de su destreza, no hacía nada por atacar al arcángel.

A unos metros de allí, Laziel observaba todo con el corazón ansioso y con Sadah aterrada detrás de él. Eunice seguía ocultado el rostro en el pecho de Dante para no presenciar la batalla. Temblaba atemorizada al escuchar los sonidos que inundaban el valle. Espadas chocando entre sí, el aleteo de algunos ángeles que levantaban el vuelo de vez en cuando, y los lamentos. Eso era lo peor, los lamentos dolorosos de los heridos, desfalleciendo sobre la tierra húmeda. Algunos gritaban horrorizados, mientras otros emitían un alarido lastimero antes de morir. La desesperación provocada por la cercanía de la muerte, superaba sobremanera a las poderosas emociones que inundaban su pecho, cada vez que Dante la apretaba contra él para protegerla de aquellos sonidos bélicos. El chico sólo pensaba en morir por ella si fuera necesario.

LA BATALLA DEL ANGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora