Cristales de escarcha. Jack Frost II

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Esa noche no era una noche como todas las demás y juré por aquel entonces recordarla durante toda la eternidad.

Faltaba poco para que terminara la noche del 24 de diciembre para dar paso a la del 25, a Navidad. Y como era de esperarse, los niños debían de estar yendo a la cama para dormirse cuanto antes. Y como solía hacer siempre, daba un rumbo nocturno.

Cogí aire con fuerza y suspiré preparándome mentalmente para lo que se venía. Santa aparecería de un momento a otro en cuanto todos los niños estuvieran dormidos, y con suerte... podría divertirme un rato. Lo que no sabía, era que iba a encontrarme con algo que cambiaría mi vida totalmente de la noche a la mañana...

–¡Eh, viento! ¿¡A dónde vamos ahora!?

Una ráfaga fuerte e intensa respondió mi llamada, y automáticamente me dejé llevar sin necesidad de mover un músculo por las calles de Londres a gran velocidad. Con un ligero toque de mi cayado, hice desplomarse los muñecos de nieve, que se congelara el agua de las fuentes y se empañaran las ventanas de los coches, de los edificios..., que los muñecos disfrazados ridículamente de Santa se transformaran en grandes cubitos de hielo... Todo eso y muchas más travesuras que me lo hacían pasar en grande. Incluso hice que el lago de Hyde Park se transformara en una gran piscina de hielo. O que el Big Ben dejase de funcionar porque las manecillas se habían inmovilizado del frío.

–¡Eh, ¿has visto eso, Luna?! ¡He volado más rápido que nunca! Hoy debes estar de buen humor...

Sí, aunque pareciera un completo demente que le hablaba a la Luna, realmente no lo hacía en vano. Ella me escuchaba, siempre lo hacía. Desde que me despertó y me dio una nueva vida, siempre ha estado conmigo. Le hablaba como si fuera una madre a la que contarle tus miedos, tus propósitos, tu pasado... Aunque ella lo sabía todo, pues era la que nos había dado la vida y nos observaba continuamente, se lo decía. Era la única manera de sentirme menos solo... Y bueno, digo "nos", porque ella era quién a todo ser mágico, le había dado un lugar en la Tierra.

¿Que cómo lo sé?

Me lo dijo ella una vez.

–¿Qué crees que hará Santa este año? Ese hombre está ya muy mayor para tanto trote, ¿sabes?

Una fuerte ráfaga de viento me empujó con fuerza como si hubiera sido una gran bofetada. Me reí sin poder evitarlo.

–Está bien, está bien... Era broma.

De un brinco, me subí al gran tejado de una casa para visualizar mejor la ciudad.

–No hay nada mejor que el frío invier...

Pero de nuevo, otra ráfaga me agitó.

–Hey, ¿qué te pasa? Sí que estás ansiosa. Santa no debe tardar mucho más.

Y de nuevo, otra vez ese viento veloz desestabilizándome. Mucho más fuerte.

–¡¿Pero que es lo que...?! –grité enfadado mirándola hasta que de pronto, unos gritos y unas risas infantiles, que parecían venir de muy cerca, me llamaron la atención.

Era ya bastante tarde, y me extrañó que aún hubiera gente despierta. En cuanto me fijé mejor, visualicé a unos pocos metros un edificio alto que tenía un ático con grandes ventanales. En una pequeña terraza cerrada, se vislumbraba una luz brillante que el cristal de las ventanas dejaba traspasar, y en su interior, unos niños jugaban alrededor de una mesa. Me acerqué completamente para ver mejor. Parecían estar jugando a pillarse el uno con el otro.

–¡Eres más lento que una tortuga! ¡No me vas a pillar! –dijo uno riéndose en tono burlesco.

–¡Deja de burlarte! ¡Yo voy a ser quién vea a Santa!

Mi pequeña destrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora