Capítulo 6

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Había pasado una semana desde la llegada del citadino al pueblo de San Margarito, las jornadas laborales para él resultaban agotadoras, terminaba con las manos y los pies destrozados; las caminatas, el trabajo manual, el inclemente sol del mediodía lograban dejarlo exhausto cuando llegaba la noche. Durante ese tiempo no había tenido contacto con las personas que conoció en su vida como empresario, aún no contaba con la seguridad de llamar sin temer que fuera localizado, por lo cual debía mantenerse en el anonimato lo más posible.


Esa tarde, en la casa grande, una visita pedía la presencia de Gustavo, con los árboles frondosos de fondo, unas aves volando en el horizonte, los leves rayos tenues amarillentos del astro rey y un ambiente melancólico, una regordeta mujer abrazaba al citadino.

– ¡Ay mijo! Tengo rete poquito tiempo de conocerte y ya siento como si fuera de toda la vida – Martha se despedía, su estancia en el pintoresco y apacible pueblo había concluido.

– Gracias a usted por todo lo que hizo por un desconocido como yo – por increíble que pareciera, él también le guardaba afecto, pues fue la primera persona que le tendió una mano sin siquiera saber su nombre.

– Pórtate bien Tavito, trabaja harto pa' que puedas irme a visitar un día allá a la ciudá – el ruido de las hojas movidas por el viento era el único sonido que se podía oír en esos momentos, el olor a las flores silvestres que en conjunto emanaban un dulzón toque al ambiente se percibía como una reconfortante fragancia.

– Claro que sí señora Martha – mentía, él que más hubiera querido que regresar a su vida, sin embargo aquel crimen lo mantenía eslavo del miedo, quizás terminaría marchitando su juventud en medio de esos cerros que rodeaban en lugar en el cual se escondía.

– Dios te bendiga mijo, y que todo te salga bien pa'l futuro, no te olvides de esta vieja que te quiere – palabras fuertes, pero eran sinceras, los ojos cristalizados de la mujer dejaban claro que decía la verdad, poco tiempo llevaban de conocerse pero algo en la persona de Gustavo logró convencer a aquella casi desconocida, que no era una mala persona.

– Que tenga un buen viaje, y le aseguro que jamás olvidaré que usted fue la primera persona que me ayudó cuando más lo necesité – se separaron y el viento volvió a hacer de las suyas, el florido vestido de la mayor se meció grácilmente al igual que sus cabellos, por su parte Gustavo, vestido con unas botas que Remedios le había obsequiado, sombrero, camisa color hueso arremangada hasta los codos, miraba por última vez la figura de aquella que fue la primera luz de esperanza que encontró en el negro camino que tuvo que emprender solo.

– Adiós mijo...– caminando hacia la salida de la propiedad la mujer se sostenía las enaguas para que el aire no las levantara de más, Gustavo la veía ir donde unas personas la esperaban, nunca le gustaron las despedidas, las odiaba, le recordaban a aquella vez que tuvo que despedirse de los féretros de sus padres. Detrás de él, la dueña de la casa y su hija veían al joven hombre que no movía un músculo. Cerca del establo, posicionado estratégicamente, Nacho también miraba lo que acontecía en esos momentos.

De una manera simbólica se iba una persona que lo salvó cuando estaba perdido, el citadino sonrió con tristeza, efectivamente, nunca olvidaría a Martha y su buen corazón, por ella tenía un techo donde dormir, un lugar dónde esconderse y un plato de comida todos los días, por supuesto que nunca pasaría por alto su nobleza. Negando con la cabeza, el muchacho se dio la media vuelta cuando dejó de ver a la mujer para ir a su viejo cuarto, no se percató de la presencia de las otras féminas por estar sumido en sus pensamientos; al verlo acercarse, Nacho se giró para también volver a sus ocupaciones. Se respiraba en el ambiente algo triste, hasta ese cretino ranchero lo entendía, por lo cual, solo por esa ocasión no molestaría al citadino de ojos color mar.

Entre MachosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora