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—¿Maeve?— no pensé encontrar a uno de los que habían sido hombres de confianza del rey en aquel lugar

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—¿Maeve?— no pensé encontrar a uno de los que habían sido hombres de confianza del rey en aquel lugar.

Me encontraba en la zona más pobre del pueblo, sabía que cualquier crío allí se prestaría a matar por tan solo unas monedas.

—Arthur.— me costó reconocerle, aquellos años fuera de palacio le habían dotado de madurez. Su pelo era rubio, sus ojos marrones y tenía una mandíbula perfectamente cuadrada.

—¿Qué haces aquí?— vino hacia mí y se colocó listo para defenderme, al parecer, conservaba algo de su adiestramiento como caballero

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—¿Qué haces aquí?— vino hacia mí y se colocó listo para defenderme, al parecer, conservaba algo de su adiestramiento como caballero.

—Yo podría preguntar lo mismo.— disimuladamente me hizo dar media vuelta para ir a algún lugar más seguro.

—Ahora me gano la vida como aprendiz de barbero.— vi el carro de este a unos metros.

—Oh...— Arthur fue la comidilla de la corte durante años, el rey le echó al enterarse de que había estado durmiendo con Joan, y no volvimos a saber de él.—Yo estoy cumpliendo un encargo para la reina.

—¿Y cuál es ese encargo, si puede saberse?— parecía molesto por el hecho de que me enviaran allí.

—¿Puedo confiarte un secreto?— él asintió y me acerqué para susurrar en su oído.— Debo encontrar a alguien que mate al rey.

—Buena suerte.— dijo tras unos segundos en silencio para comprobar que no estaba bromeando.

—Espera,— tomé su mano haciendo que se volviese hacia mí.—quería proponértelo a ti.

—Maeve, odio al rey como todo aquel que vive aquí, pero no soy un asesino.— solté su mano desanimada, pues nadie se atrevería a ponerle un dedo encima.— Pero hay algo que te puede servir.— me llevó hasta el carro del barbero y me entregó un pequeño bote de cristal envuelto en un paño.

Por el color parecía agua, y al destaparlo supe que tampoco olía a nada.

—Es arsénico, lo fabrica un gran alquimista árabe.— lo miré asombrada.

—Es veneno...gracias.— susurré escondiéndolo en mi vestido.

—No es gratis.— bufé preparada para soltar todas las monedas que pidiese.— Has de pagar con un beso.

—¿Eso... es lo que deseas?— mi corazón palpitaba con fuerza y era incapaz de mirarle a los ojos.
Arthur asintió y con tremenda suavidad depositó un beso inocente sobre mis labios.

—La deuda está pagada.— por unos instantes deseé comprar litros y litros de arsénico.

Detrás de un gran reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora