Prólogo

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La noche era, como todas, reconfortante. El viento gélido soplaba con fuerza suficiente para sacudir las ramas y hojas de los árboles cercanos a la cordillera que escondía el complejo pasadizo y laberintos de cuevas donde Bela se ocultaba. En su caverna, con un trono tallado toscamente en la roca, en la estalactita sobre el mismo, se hallaba colgando el antiguo monstruo, sintiendo el rumor de la piedra en sus garras, de las olas rompiendo en la parte posterior de la cadena montañosa. Parecía que percibía los latidos de la tierra.

Bela suspiró, abriendo los ojos, la oscuridad de la cueva era relajante y opresiva al mismo tiempo. Extendió las membranosas alas y apoyó sus manos en la piedra del trono para tener un punto de apoyo y bajar. Caminar en dos piernas era extraño para él, incluso habiendo pasado ya... ¿cuánto? ¿Uno, dos milenios? Sacudió la cabeza, recordar siendo tan antiguo era peligroso, uno tendía a perderse en los recuerdos y olvidar los objetivos.

Objetivos. Raspó su lengua contra sus largos incisivos, produciendo un chasqueo silencioso. Por más que lo intentara, su objetivo no podía ser olvidado, la imagen de su familiar más cercano traicionándolo era insultante. Humillante. ¡Que el sol los consumiera, maldito Vlad y su prole!

Hacía casi cinco años que recuperó su tamaño normal y comenzó a tramar una forma de vengarse, de hacer pagar a Vlad y los suyos, por haberlo traicionado. Todo por ese asqueroso mestizo.

Él era el foco de su venganza. Él y Vlad.

Cinco años. En todo ese tiempo Bela repasó tantos planes como años tenía en sus alas, pero ninguno daría resultado, no contra la magia vampírica de ellos. Magia. Lo mismo que lo había convertido a él en... una criatura precursora a los vampiros, era algo que no podía utilizar. La duda de por qué los vampiros sí podían usarla y los Originales no, era algo que aún reconcomía a Bela.

Sin embargo, por más que no pudiera usar magia propia, podía robarla; acariciándose el pendiente que tenía en una de sus orejas, tenía claro cómo aprovechar otro tipo de magia.

Uno de sus secuaces apareció en el borde de su caverna.

—Señor —lo llamó—, ya está listo. —El secuaz inclinó la cabeza y se retiró.

Bela lo siguió poco después, orientándose por el olor a miedo, sudor y sangre que percibía con intensidad.

Al cabo de un minuto, llegó a una caverna distinta, donde había varios cuerpos humanos muertos en el suelo, pudriéndose con parsimonia, ya que los tejidos no tenían ni una gota de sangre. Una humana estaba en el suelo hecha un ovillo, temblando y desnuda, el fuerte latido retumbando en su cuerpo era como un tambor para los oídos de Bela.

Se acercó, la alzó por el cuello y fijó sus ojos con los de la chica.

Ella le mantuvo la mirada sin parpadear. Bela sonrió, la humana era dura. Serviría.

Y entonces... ¡clac!, apretó su zarpa con fuerza, le rompió la tráquea y le perforó la garganta, la sangre manaba del cuello por sus garras.

Ella ni siquiera intentó resistir, sólo se resignó. Bela sonrió, la dejó caer al suelo y se cortó un poco la palma de su mano; sangre negra y oscura, como petróleo, manó de la herida, estiró el brazo y dejó caer unas gotas en los labios de la humana, en la garganta y en las manos, sólo por si acaso.

La herida en su mano se cerró y Bela se quedó observando a la humana, quien se relajaba para aceptar la muerte, pero el cuerpo, independientemente de la mente, se debatía en unos pocos y moribundos estertores.

Cuando la vida abandonó el cuerpo de la humana, Bela se dio media vuelta y se retiró a pensar.

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