Parte 23. Cuchillos en el aire.

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Me sentía tan torpe aquella mañana. No hacía más que cagarla.

Menos mal que habíamos llegado frente a la costa del camping, llevados por la suave corriente, donde ya empezaba a verse movimiento de gente. Y me distraje observando un poco la vida familiar de los campistas. Enfrente estaba la isla. Pero remamos hacia el puente de la carretera, pasando por debajo para explorar aquella zona.

No estaba cansada de remar pero a lo mejor él sí, así que propuse dejar que nos llevara la corriente un rato mientras admiraba el paisaje.

Los silencios con él no eran incómodos. No tenía la necesidad de estar hablando todo el rato. Podía quedarme callada y quieta, sin hacer nada, y no me sentía mal.

Nos adentramos en unos cañones donde soplaba mucho viento y nos era muy difícil controlar la embarcación, así que decidimos dar media vuelta y volver. Y fue una lástima, con lo que a mí me gustaba explorar.

Como íbamos contra corriente nos costaba muchísimo remar y apenas avanzábamos. Al pasar otra vez por debajo del puente de la carretera vi, en milésimas de segundo, un destello metálico en el aire de algo que venía a una velocidad impresionante, ¡Directo a su cabeza!

Sin pensarlo, casi como un acto reflejo, levanté el remo para protegerlo, poniéndolo en la trayectoria de aquello brillante. Él se encogió creyendo que le iba a pegar, por la brusquedad y rapidez con la que reaccioné, pero al instante noté como algo golpeaba en el remo, y de la fuerza con la que venía le di un poco con el remo en la cabeza. Me miró muy sorprendido, hasta que vio el enorme cuchillo puntiagudo que cayó dentro del kayak tras el impacto. La cara le cambió de color de repente. Por la dirección que traía había sido lanzado desde el puente. Pero allí no se veía a nadie. A mí me mosqueaba porque el que había lanzado aquel cuchillo no nos estaba gastando una broma, lo habían hecho con toda la mala intención de hacernos daño. ¿Por qué?

Todavía sin haberlo asimilado muy bien, otro cuchillo fue a clavarse en el cascarón del kayak, por detrás de él, rozándole en el brazo izquierdo, sin destello ni nada, y produciendo un golpe seco y fuerte. Había sido lanzado por un experto con bastante buena puntería y con mucha fuerza para llegar hasta nosotros con aquella velocidad. Estábamos muy asustados pero intentaba conservar la calma. Iban a por Rüdiguer, eso estaba claro, y él se dio cuenta también.

—¡Sígueme!— Dijo, todo blanco, mientras nos tiramos al agua volcando el kayak para protegernos.

—¿Porqué intentan matarte? ¿Qué has hecho?—Dije perpleja.

Lo de que lo trasladaban por su seguridad empezaba a tener sentido.

No contestó. Como si no me hubiera oído o me hubiera ignorado. Miraba a todas partes buscando una salida. Y era muy difícil nadar arrastrando el kayak con nosotros hasta la orilla y a contracorriente. El impacto de otro cuchillo sonó en el cascarón. Y el viento nos acercaba más al puente, que era desde donde venían los cuchillos.

—¿Qué tal se te da bucear? ¿Podrás llegar hasta la orilla?— Me preguntó desesperado.

La orilla estaba bastante lejos y el agua no era precisamente mi elemento. Tenía mis dudas. En eso que noté como algo me rozaba en la pierna izquierda tras un silencioso chapotón. Había sido otro cuchillo lanzado al agua. El tío que los tiraba sabía muy bien donde localizarnos aunque no nos viese.

—¡Tengo que poder!— Le dije, pero en realidad me lo decía a mi misma.

Llenamos los pulmones y nos sumergimos. Él buceaba deprisa, yo hacía lo que podía. Entonces me di cuenta de que le salía sangre del brazo. Tenía una buena herida y el agua se volvía rojiza a su paso. Cuando se me agotó el oxigeno subí a la superficie y que fuera lo que tuviera que ser. Respiré hondo y continué nadando lo más rápida que pude. Lo vi sacar la cabeza casi en la orilla, al lado de unos matorrales y nadé en su dirección mientras él buscaba un sitio por donde salir del agua. Habíamos dejado el puente a un lado, pero estábamos cerca de la carretera y Rüdiguer perdía demasiada sangre.

El kayak seguía flotando boca abajo a la deriva, con el cascarón agujereado por varios cuchillos más. Yo en la pierna tenía un arañazo que me escocía un montón pero por lo menos no sangraba tan alarmantemente como su brazo. Salimos del agua y, sin apenas descansar, empezamos a subir bosque a través para salir a la carretera y que alguien nos llevase a un puesto de la cruz roja de aquellos que el ayuntamiento había colocado alrededor del embalse durante el verano. Pero a mitad de camino tuve que hacerle un torniquete con el pañuelo con el que me ataba la coleta. No tenía buena pinta, y encima no podíamos dejar de correr, por lo que la sangre bombeaba más deprisa.

Pasé de hacer preguntas. Él no estaba para respuestas.

Para nuestra sorpresa, al salir a la carretera, que no era muy transitada, vimos en la curva, justo antes de entrar en el puente, unas cinco motos muy parecidas a los de los Willis, aparcadas en el arcén, al lado de un mercedes blanco descapotable.

Pero ¿Dónde estaban? ¿Habrían bajado a buscarnos? O ¿Estarían esperándonos escondidos entre los arbustos para tendernos una emboscada?

Sin duda el tipo del mercedes era el experto en lanzar cuchillos, y aunque no sabía cómo relacionarlo con los Willis, tenía la certeza de que lo averiguaría muy pronto.

Nos acercamos cautelosamente al coche. Al llegar, me asomé por el puente y vi abajo, cerca de la orilla del embalse, a un puñado de Willis y un tipo con un traje blanco que ya subían. Ellos también me vieron y apretaron el paso.

—Sube al coche. ¡Vamos!— Le dije saltando al asiento del conductor.

Sacando los cables oportunos le hice un puente para arrancarlo, pasando de hacer teatro para que no sospechara. No me daba tiempo.

Saltó un poco asustado al cómodo asiento del copiloto, de piel marrón. Y metí primera, derrapando, dando un arrancón que debió oírse hasta en el pueblo. Me miró sorprendido pero no preguntó nada.

Por el espejo retrovisor vi que los Willis alcanzaban sus motos dispuestos a seguirnos. El cabecilla era el pelo espinete, que llevaba en su moto al trajeado. Mientras Rüdiguer rebuscaba en la guantera los papeles que allí había y maldijo en arameo cuando leyó algo en ellos.

—¿Qué pasa? ¿Lo conoces?—Pregunté sin apartar mucho la vista de la carretera.

No contestó, claro, ¿para qué se iba a molestar? Pero por su careto deduje que sí.

—¡Mira! —Dijo ignorándome, girándose hacia el hueco que había entre los asientos y el maletero.— Bueno, no mires, tú mira a la carretera.— Rectificó después.— Aquí hay una caja llena de cuchillos.

—¡Joder! Pero este tío ¿Quién es? ¿Un vendedor ambulante de Albacete*?— Dije asombrada.—No estaría mal devolvérselos ¿No crees?— Que iba muy concentrada conduciendo, atravesando el puente sobre el embalse, y metiendo cuarta para sacarles más ventaja aprovechando la recta, porque luego vendrían todas las curvas que bajaban hasta el camping y el pueblo.

(* Albacete: Provincia de España famosa por sus cuchillos y navajas.)

—En esta recta vamos a cambiarnos de sitio. Yo conduzco y tú les tiras los cuchillos.— Me dijo nervioso.

—¡No! ¿Porqué?— Protesté.

—Porque soy zurdo.— Y justamente le habían dado en el brazo izquierdo.

—Pero... ¿Tú sabes conducir?— Dije desconfiando.

—No, pero ya he visto como lo haces y aprendo rápido. Venga.—Que parecía muy decidido.

No me gustaba nada la idea de dejarle el volante a un tío que había "aprendido" a conducir mirando como yo lo hacía. Pero por otro lado necesitábamos deshacernos de los Willis.


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Ojalá fuera un ángel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora