Parte 41. El Chiqui

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Me vino a la mente entonces que, anteanoche, también tuvimos una ligera conversación acerca de la norma de las narices y que las lagunas se habían encargado de esconder bien entre los pliegues de mi cerebro. Pero ya había salido a flote y me acordaba perfectamente. En pocas palabras me había dicho claramente que quería que fuésemos más que amigos y yo, alelada perdida, me había quedado muda, incapaz de darle alguna respuesta alentadora. ¡Qué torpe me sentí!

¿Entonces? ¿La chiquilla? Sus ojos, su cara, me confirmaban que existía. Lo que no me decían era su identidad. Por lo tanto, y según palabras de LB... ¡¿podría ser yo?!

¡Joder! ¿En serio? ¡¡¿Yo le gustaba?!!

No sabiendo cómo canalizar todo aquello se me saltaron las lágrimas de repente, pero eran lágrimas de alegría, de emoción. Nunca pensé que aquello pudiera pasarme a mí. Yo que iba de mala de la película, de iceberg.

Me cortó el rollo comprobar que, de la esquina sur de la casa, dos tipos larguiruchos cruzaron la calle y siguieron sus pasos camino de la estación mientras uno de ellos se giraba para mirarme. O mirando... ¡la medalla!

Tenía una misión que cumplir.

Me quedé allí un buen rato, asimilándolo. Era pronto y no había nadie por la calle todavía. Luego decidí irme al bosque para que se me pasara la euforia y seguir pensando, a darle vueltas a la historia aquella de la embajada y la medalla, y los trajeados. La verdad era que la medalla aquella era una copia barata de la original. Ni tenía los mismos relieves, ni la misma inscripción, ni siquiera tenía el mismo tamaño, esta era una poco más grande, aunque más ligera. Estaba claro que, para que pudiera interesarles tendrían que verla de lejos o, talvez no tenían ni pajolera idea de cómo era la original, porque de lo contrario hasta un crío se daría cuenta que era falsa. Mirándola me senté en un claro de sol y sin darme cuenta, y como no había pegado ojo en toda la noche, me quedé dormida.

Cuando desperté eran ya más de las tres. Fui a casa y la tía ya estaba echándose la siesta, LB no estaba, pero había comido allí porque había dos platos en el fregadero. Así que comí y me puse a estudiar un rato, pero era incapaz de concentrarme.

Pasada ya la hora de la siesta, cuando el pueblo volvía a despertar, decidí echarme a la calle, con la medalla por fuera de la camiseta, para que me la vieran los Willis, que supuse que serían quienes me la tenían que quitar.

Llegué a la plaza, pero no había rastro de Willi alguno, así que, si Mahoma no va a la montaña, la montaña tendrá que ir a Mahoma.

Bajé hasta la tienda de Candy, merodeando para hacer tiempo. Luego fui hasta el Ayuntamiento, por la calle Mayor. Incluso me atreví a meterme en Pijolándia Street y todo. ¿Dónde coño estaban los Willis cuando se les necesitaba?

Al salir de nuevo a la plaza me di cuenta de que el moreno bajito de los Willis, el tal Chiqui, como había oído que le llamaban, me venía siguiendo, totalmente solo y a distancia. Me fui hacia la placeta de la fuente para asegurarme.

Efectivamente seguía detrás, sentándose por los rincones cuando yo me paraba y escondiéndose en los portales cuando caminaba. Al llegar a la fuente bebí agua y me senté en el banco oscuro. El Chiqui pasó también, bebió agua, me vio, claro que me vio, y yo lo vi a él, y él sabía que yo lo reconocía y viceversa, pero se hizo el disimulado. Tenía los ojos grandes y negros, la piel morena, la nariz puntiaguda y la boca pequeña. No estaba mal para ser un Willi, sólo era un poquito chaparrete. Llevaba el pelo moreno, muy brillante, con el flequillo de punta y el resto recogido en una coleta corta, en la nuca, que más bien parecía una brocha de afeitar, de esa que usan los abuelos para extenderse la crema por la cara.

Parecía estar haciendo tiempo, mientras vigilaba a la gente que cruzaba por delante de la placeta. Como si estuviese esperando a que no pasara nadie para atacarme. Yo me puse nerviosa. No soportaba tanta indecisión. Así que me levanté y, cuando me disponía a salir, me retuvo de un brazo y me arrinconó contra la pared. Al girarme cara a cara me soltó, levantando las manos como disculpándose por haberlo hecho pero las apoyó lentamente en la pared, una a cada lado de mi cabeza. Mirándome fijamente con sus ojos negros impenetrables.

—Será mejor que te guardes eso, si en algo la estimas.—Me dijo sin apartar la vista, muy serio, refiriéndose a la medalla.

Estaba confusa. ¿No se suponía que me la tenía que quitar? ¿A qué jugaba?

Pues si creía que con aquello me iba a impresionar, se equivocaba y mucho. Además, al hablar, le vi unos dientes apelotonados sin ningún orden que lo afeaban bastante, aunque con la boca cerrada no estuviese nada mal. La piel morena de su cara brillaba sudorosa y su ropa olía a tabaco. Pero tenía unas pestañas largas, negras y rizadas que serían la envidia de todas sus amigas.

Me centré en el tema. Se suponía que tenía que dejar que me quitara la medalla. Pero aquel tío no hacía nada más que mirarme. Cuando me quise dar cuenta se estaba acercando cada vez más, como si fuera a ¡¿besarme?!

Eso sí que no.

Ágilmente me colé por debajo de su brazo izquierdo para salir del acorralamiento y mirándolo desconcertada un momento, mientras él, todavía con las manos en la pared, agachaba la cabeza negando para sí mismo, giré la esquina y me largué de allí.

¿A qué había venido aquello? ¿Qué pasaba con aquel tío? Se suponía que éramos enemigos.

¿A qué había venido aquello? ¿Qué pasaba con aquel tío? Se suponía que éramos enemigos

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Ojalá fuera un ángel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora