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|Londres, 1835|

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|Londres, 1835|

La lluvia caia de forma abrazadora sobre Londres. Las gotas coreaban los pasos de los zapatos desgastados que andaban por la calle intentando llegar rápido a su refugió. Adeline le temía al agua como una pequeña niña que le teme a la oscuridad. Su unica salida era correr.

Aunque si hablamos de velocidad, Damon Gibbs se sacaría un premio por lo mucho que apresuraba a su cochero para que anduviera más rápido. Tenía que llegar a su casa y comenzar a trabajar con la pila de papeles que yacían en su escritorio, tenía que ponerle horden a los asuntos de los trabajadores de la empresa en la que estaban aleados Lord Standich y él, ¡Tenía muchas cosas que hacer!

—¡Ande con más prisa que los caballos saben nadar!

El grito desesperado del señor Gibbs fue acompañado del relinchido de los caballos y un frenon repentino del carruaje que llevo a su cuerpo hacia el frente de forma abrupta.

Se habían detenido y con la rabia floreciendo de su cuerpo abrió la puerta para ver qué diablos había sucedido. Las gotas de agua lo bañaron y... Se petrifico y todo el coraje que yacía en él fue sustituido por miedo al ver a una mujer tirada frente al carruaje.

—¿La arrolló?—le cuestionó con la voz ahogada al cochero mientras se acercaba rápidamente a la mujer que yacía en el suelo.

—¡S-Solo fue un pequeño golpe!¡No alcance a frenar!

Damon se acercó a la mujer y sin importarle el traje caro que vestía ni que el agua ya le llagaba a los tobillos, se agachó junto a ella y admiró su rostro imperturbable con un rasguño en la mejilla, sus largas pestañas, el cabello rubio agarrado en un moño y la roida ropa que vestía.

—Adeline...—musitó su nombre despacito, como muchas veces en un pasado lo había hecho.

Acariciando su mejilla la tomó en brazos. A fin de cuentas ya no podía estar más mojado.

—¡Abra la puerta!—le gritó al cochero por sobre la lluvia y éste obedeció para que el señor pudiera depositar a la dama en el asiento.— Y ahora quiero que se apresure y en cuánto nos deje en la casa vaya por el médico.

El lacayo asintió y el señor se acomodó en el interior del carruaje con la cabeza de la mujer en el regazo, mandando al diablo la etiqueta y lo que cualquiera pensara al verlos en tal situación.

Mandó todo al carajo y por solo ese segundo, él, que era tan frió, se dejó ser débil y admirar aquel cabello rubio qué muchas veces había disfrutado ver danzar en los grandes salones de baile.

Un nudo le invadió la garganta.

Tenía a la dama demente de Londres con él, a la mujer que un día le pareció la joya más bella que un hombre podía merecer. Habían compartido bailes y Dios... Damon no era un hombre de mujeres. Le había costado mucho forjar su fortuna y no necesitaba una esposa ni una amante para que la derrochara. Él estaba bien así, y sabiendo que no era un noble (pero tenía el capital para regosijarse con un) no tenía porque tener un heredero.

La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico Donde viven las historias. Descúbrelo ahora