Después de una semana teniendo a Adeline en su casa, Damon comprendió que había días buenos, días malos y días peores.
Aveces se despertaba lucida y bajaba a desayunar. Otras abría los ojos gritando y se pasaba el día frente a las cruz de Simón, con las rodillas manchadas de tierra y la mirada perdida.
Damon quería odiarla, quería aborrecerla con todas sus ansías, deseaba tirar por la ventana toda la fe que le estaba dando y devolverle cada centímetro de dolor que le había provocado a su alma.
Por Dios que anhelada dejar de lado cada uno de los sentimientos que estaban reviviendo en su pecho, porque, aunque fuera difícil de entender, había una chispa que tintineaba entre un bulto de cenizas olvidadas en un rincón.
Estaban reviviendo cosas que prefería que fueran solo recuerdos, de esos dolorosos que calan el alma y torturan el espíritu por las madrugadas.
Damon pasó toda aquella semana encerrado en su despacho. No quería compartir la mesa con ella, no deseaba verle la cara más de lo necesario, porque, como todo un cobarde, terminaba anhelando recuperar a la mujer que una vez dio por perdida. Y el alma le dolía, y volvía a llorar.
Así que no, no convivio con ella cuando el sol se hallaba en lo alto, pero, cuando la luna caía, se escabullía en su habitación para verla dormir. Solía recostarse en un silloncito que se hallaba lo suficientemente alejado como para controlar sus ansías, y cuidaba su sueño cuando los fantasmas de la noche rondaban.
La veía plácida, relajada y serena, alejada del mundo, perdida de todo, como si al cerrar los ojos y descansar, volviera a ser la Adeline que una vez lo enamoró con la chispa que llevaba en el alma.
Solía verla hasta que el sol se acercaba y después salía de la habitación, se mantenía unos momentos en la puerta esperando a que despertara, y al comprobar que era un día bueno, volvía a su cuarto para comenzar la mañana.
Y los días así pasaron, como suaves travesuras de un niño pequeño y pasiones ahogadas de un adulto resentido.
Fue una noche, al final de la semana, cuando la monotonía terminó. Damon bajaba las escaleras de la mansión mientras sus manos ágiles ataban los puños de su saco. Se acomodó el corbatín cuando llegó al recibidor y tomó su sombrero no muy ansioso de acudir a la cena que le habían invitado.
Llevaba todo bien calculado: andar al carruaje y pasar catorce minutos de camino. Dieciséis si el cochero había tomado un par de copas más de lo acostumbrado. No pensaba quedarse mucho tiempo en la reunión, quizás pasara veinte minutos saludando, media hora cenando, y otro poco despidiéndose para volver a las montañas de trabajo que lo esperaban en su despacho.
—Te ves muy guapo.
Sí, tenía todo planeado, hasta que esa voz suave y tierna destruyó cada uno de los pensamientos que rondaban por su cabeza, convirtiéndose en la protagonista de los mismos.
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La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico
Fiction HistoriqueCulpo a la noche de todos mis pecados, por apagar la luz que iluminaba mi conciencia y encender la llama que brotaba de mi cuerpo pidiéndome que la tomara, la besara, la sedujera de la manera más embriagante, la enamorara de la forma más sublime, y...