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Aquella mañana, unos gritos estridentes despertaron a Damon del sueño profundo en el que estaba sumergido. Eran gritos de dolor, de sufrimiento y de perdida.

Eran gritos de una Dama frágil que se volvía a romper.

Se despertó rápidamente, hallándose en la habitación de Adeline. Aún tenía puesto el traje y los zapatos que había utilizado para la gala. El pecho lo llevaba agitado y el rostro comenzó a sudarle con desesperación.

—Adeline.

La buscó por la cama pero no la encontró.

El grito volvió a escucharse, ésta vez, con más fuerza.

Se levantó rápidamente y corrió hacia la puerta, pero cuando la abrió, todo en el recibir estaba normal.

—¡Adeline!—la llamó con desesperación.

¡¿Dónde estaba?!

—¡No pueden llevarse a mi hijo!

Su voz volvió a bañar la habitación. Damon entró en ella y abrió las puertas que ahí había. Cada madera representaba una esperanza que moría cuando no la hallaba.

—¡Es mío! ¡Me necesita!

La encontró en la tercera puerta que abrió. Se había metido en el armario, buscando entre las perchas vacías. Su cuerpo débil yacía hecho un ovillo en el suelo. Sollozaba, con el pecho agitado y las manos temblorosas. En su rostro se reflejaban las lágrimas que bañaban sus mejillas y desembocaban en el hueco de su cuello.

—Adeline...—susurró su nombre mientras se hincaba frente a ella.

La dama se crispó y rápidamente alzó la vista para ver al intruso que había profanado su santuario.

Todos sus sentidos estaban en alerta. Podía escuchar una tormenta en el horizonte, aún cuando el sol estuviera en la punta. En su piel se arremolinaba el frío, la sensación de perdida, la caricia de una mano pequeña que poco a poco se resbalaba entre sus dedos.

—¡No me toques!—le rugió el monstruo frente a ella.

Damon parpadeó un par de veces.

No se acercó del todo, mantuvo la distancia al principio e intentó seguir los pasos que solía utilizar cuando entraba en crisis.

—Adeline, soy Damon. Damon Gibbs.

Repitió su nombre lentamente, para que la mujer lo degustara y su cerebro comenzara a entender el lugar en el que se encontraba.

—¿Damon?—susurró ella, analizando a la enorme figura oscura que se cernía frente a su cuerpo.

—Sí, princesa. Soy Damon—volvió a pronunciarlo con lentitud, y se tomó la osadía de tomar una de sus pequeñas manos.

Al principio la dama se negó, tembló buscando un refugio del tacto, pero después conoció su calor, y recordó la forma en la que le gustaba que la tocaran esos dedos gruesos.

La oscuridad que la bañaba poco a poco se convirtió en luz, y se halló ante el salvador de todos sus males. Las lágrimas se intensificaron y los sollozos atacaron su pecho frágil. A lo lejos la lluvia comenzó a cesar y la nubes se abrieron para dar paso a la luz del día.

—Damon, mi hijo...—susurró con el alma herida, buscando que la abrazara, que juntara sus pechos para calmar sus males. Quería que la llenara del calor que desprendía, que la fundiera con su esencia y no la soltara nunca.

Y así lo hizo.

El hombre tomó su fragilidad y le dió de las fuerzas que en él habitaban. La abrazó como buscando sanar cada una de las heridas que se le habían abierto mientras dormía.

La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico Donde viven las historias. Descúbrelo ahora