Los días antes de que el medico llegara fueron eternos. Damon solía quedarse en su despacho, como quien no hubiera dado señales de vida, y Adeline se refugió en su habitación, temerosa a lo que el doctor pudiera decir de ella.Era aterrador lo que podrían hacerle si la tachaban de una enferma mental. Acabarían con la poca voluntad que le quedaba y harían añicos el corazón que ya no aguantaba más golpes. Temblaba de solo pensar lo que le podrían diagnosticar y le pedía a Dios en todos los idiomas que la salvara de aquella tortura.
El carruaje del señor Francis llegó un martes por la mañana. Adeline no había podido dormir la noche anterior, temiendo despertar con uno de sus ataques y darle una mala impresión al hombre.
Era alto, de esos que tienes que levantar la cabeza y estirar el cuello para poder divisar bien. Tenía una larga barba blanca, que hacía juego con sus risos plateados. Unos grandes lentes colgaban de su nariz y el traje perfectamente planchado le brindó un aire pulcro y elegante. Rápidamente dio a entender que era un hombre serio, aunque, sus ojos llevaban una chispa dulce que la hizo entrar en confianza. Fue extraño, porque no había una sola persona en la tierra, además de Damon, que se hubiera ganado su simpatía en cuestión de nada.
Se reunieron en la biblioteca. Francis se sentó detrás de un gran escritorio de madera, mientras Damon y Adeline se ubicaban frente a él. Las manos pálidas de la dama temblaban, temerosa y nerviosa, aun cuando el médico, de cierto modo, le transmitía algo de esperanza.
―Un gusto saber de usted, Gibbs. Me ha sorprendido enormemente enterarme de su compromiso.
Damon se encogió de hombros.
―Esa era la intención. Al parecer todos se levantaron del asiento cuando se enteraron.
Por favor, que hasta en el periódico se había anunciando el hecho, como si fuera algo increíble, como si nadie pudiera dar fe de que uno de los hombres más importantes de Londres fuera a contraer nupcias con la dama demente.
―No fue una notica que trajera advertencia, pero veo que, ante tan hermosa dama, seguro vale la pena andar de boca en boca―Francis le regaló una sonrisa a Adeline, una reconfortante que la hizo sentir como si en ella habitara un cariño paterno.
Damon movió lentamente la mano hacia la izquierda, y tomando completamente desprevenida a la mujer, acarició su blanca palma como buscando eliminar de su alma los miedos que aún quedaban vivos.
―Soy un hombre afortunado―concluyó.
El hombre asintió.
―Vaya que lo es―subió las manos al escritorio y recargó en ellas la barbilla―. ¿Diría que la señorita es el mayor logro de su vida?
De pronto los ojos del hombre enfocaron a Damon, calculador y científico, como intentando rebuscar algo entre sus palabras.
Adeline se estremeció, aún sin musitar palabra. ¿Ya habían comenzado la terapia?
A su lado, el señor Gibbs llevaba el mentón levantado y el rostro imperturbable. No se miró desprevenido, ni descolocado, solo sonrió.
―Adeline es una fortuna, no un logro.
Un escalofrió recorrió el cuerpo de la mujer. Miró a Damon con la boca abierta, saboreando su respuesta y empalagándose con su rostro serio. ¿Cómo era posible que hablara así de dulce, sin mostrar emoción alguna en la piel?
―Ya veo...―Francis se rascó la barbilla y sus ojos bailaron hasta dar con la mujer. Cuando la tuvo en la mira, le regaló otra de sus sonrisas reconfortantes―. Y para usted, señorita, ¿el señor es un logro o una fortuna?
ESTÁS LEYENDO
La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico
Ficción históricaCulpo a la noche de todos mis pecados, por apagar la luz que iluminaba mi conciencia y encender la llama que brotaba de mi cuerpo pidiéndome que la tomara, la besara, la sedujera de la manera más embriagante, la enamorara de la forma más sublime, y...