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Los pasos de Damon eran apresurados, casi se podía decir que estaba corriendo rumbo a su despacho. Quería escapar lo más pronto posible porque le calaba el pecho admitir que se había comportado como un cabrón.

Si bien es cierto que llevaba años con todo aquello en el pecho, las palabras que utilizó tampoco fueron la mejor manera de sacarlo.

Ver los ojos tristes de Adeline le rompió el alma.

«Yo no soy tu salvación»

Le había dicho como si ella no fuese la suya, cuando la verdad es que le temblaban las piernas cada que la pensaba. Era una reacción que provenía de su instinto más primitivo, un escalofrío que lo recorría con el simple hecho de soñar con abrazarla y tenerla de nuevo contra su piel.

Dios, cuanto no daría por saberla bien, por tomar su boca y morderle el labio, por delinear su mejilla y perder la lengua en las vertientes de su blanco cuello.

Su parte favorita siempre había sido tirar con los dientes de los rosados pezones y devorarlos lentamente, mientras degustaba su dulce humedad con la mano. Era un fuego que le quemaba el pecho, porque al verla no podía hacer algo más que no fuera desear ver una sonrisa ensoñadora y sacarle a su boca unos cuantos gemido de placer.

Ella era Adeline... su Adeline. Seguía siendo la mujer que lo ponía loco, que tomaba su cordura y la volvía un suspiro de media noche con las velas apagadas. Seguía siendo ella, la representación de la misma luna, esa que, una noche, se perdió en brazos ajenos y olvidó que estaba entre los suyos.

Abrió con un golpe la puerta del despacho mientras tiraba maldiciones. Caminó enterrando los pies en el suelo, tan apresurado, que no notó a la dama de cabellera rubia que yacía de brazos cruzados en uno de los silloncitos junto a la chimenea.

Tomó con coraje la botella de whisky que guardaba al final de un cajón y se sirvió como si fuese un marinero en plena fiesta santa.
Últimamente Hunter le estaba pegando esa mañita de recurrir al alcohol cuando las cosas se vuelven difíciles, y si bien Damon alguna que otra vez intentó arrancarle el vicio a su amigo, ahora se podía llamar hipócrita por quemarse la garganta tres veces seguidas con el liquido.

Estaba hirviendo. Las orejas le quemaban y las manos le rogaban que golpeara algo.

Él no era un hombre así, vaya que no. Si algo tenía de sobra eran modales pero ahora... todo lo estaba sobrepasando.

-Si sigues bebiendo así te harás un agujero en el estómago.

Se crispó cuando una chillante voz femenina le rozó los oídos. Detuvo el cuarto vaso de whisky a medio camino de su boca y lo miró creyendo que era muy poco lo que había tomado para estar alucinando.

Respiró por tres segundos, se bebió el alcohol y se volteó con la botella en mano dispuesto a demostrarse que estaba solo, pero, para su completo pesar, Anna Minstron yacía sentada a cuatro pasos de él, con las piernas cruzadas y la boca pícara.

-¿Qué haces aquí?-escudriñó mientras se servía el quinto trago.

La marquesa viuda se encogió de hombros y sonrió.

-Creí que me extrañabas-su voz era chillona y dulce-. Tiene mucho que no me visitas.

Sí, definitivamente sonaba empalagosa. Pero Damon no la eligió precisamente por sus vagos encantos o por sus nulos modales, sino porque era rubia y llevaba en las cuencas de los ojos un par de iris azulados que, con la cantidad de alcohol suficiente, se parecían mucho a los de Adeline.

Él era un hombre de mujeres. Simple. Lo fue desde que ella lo dejó y no había dejado de serlo. Solía frecuentar a muchas cortesanas, incluso a unas cuantas al mismo tiempo. Le gustaba el sexo en buenas cantidades, y no buscaba compromiso. Ni siquiera había estado en sus planes casarse hasta que Adeline volvió.

La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico Donde viven las historias. Descúbrelo ahora