La enorme mansión que el señor Gibbs había adquirido a las afueras fue fruto de sus interminables contratos con extranjeros ricos que necesitaban administrar su dinero. Daba fe a la incredulidad que poseían muchas personas para derrochar algo tan poderoso como el dinero.
Aprendió a apreciarlo, a venerarlo y a guardarlo con candado para solo recurrir a él cuando la situación lo ameritaba. Se había hecho de esa propiedad para cuando sus negocios se volvían asfixiantes y necesitaba alejarse de Londres para poder respirar.
No era un hombre que acostumbrara darse caprichos, pero quizás ese fue uno de los pocos que se había permitido.
Tenía veinte habitaciones, dos cocinas, alrededor de diez salas de estar, establos, jardines inmensos y una valla que marcaba su territorio. Dentro de él, habían arboles frondosos que le daban la bienvenida al bosque del que también era dueño. En su interior rugía un río despavorido y corrían animales que danzaban entre la verde hiedra.
Parecía un castillo.
Olía a vida, y eso fue lo primero que captó Adeline cuando bajó del carruaje con los ojos enormes y la boca abierta.
Quizás no estaba tan sorprendida por la propiedad en sí, sino por la enorme fortuna que el hombre había forjado con puro trabajo duro. Era completamente admirable. En cada pared estaba reflejado su sudor y sus logros. Esa casa era la representación de todas sus victorias y de pronto se dio cuenta de que estaba feliz por él. Le alegraba que hubiera cumplido sus sueños y sus metas, que diera por hecho que la vida no es fácil pero ante ese cruel pronóstico, jamás se rindiera.
Damon era fuerte y poderoso, un demonio hambriento, frío y despiadado, con un corazón que ella rompió, y que ahora, se iba a encargar de reparar.
Entró a la mansión recibida por dos enormes fuentes que coronaban el jardín delantero. Los sirvientes estaban en la puerta esperando su llegada y recibiéndola con los brazos abiertos. Todos eran muy amables, y en su rostro estaba pintada una sonrisa cálida que la hizo sentir bienvenida.
-Buenas tardes, señora-el primero en saludarla fue un hombre alto, de cabello oscuro y traje elegante, que llevaba el copete largo rozándole la frente-. Me presento, soy el señor Joobs, mayordomo de la mansión, y encargado de su estadía en lo que el señor Gibbs se presenta.
Adelie le sonrió de forma cálida.
-Muchas gracias.
El mayordomo le devolvió el gesto presentándole a todo el equipo que imitaba una hilera en el recibidor: Enriqueta era la cocinera, Fiona se encargaba del aseo de las prendas, el señor Leison era el jardinero, Theodor manejaba el equipo de limpieza de la casa y Korton era el encargado de los establos.
Ellos eran la cabeza de un grupo más elevado y grande, que trabajaban juntos para mantener aquel monstruo que era la propiedad. Adeline le puso especial deleite a la última presentación que hizo él mayordomo: El señor Korton era un hombre fornido que se veía fuerte y poderoso. Se notaba que hacía ejercicio y trabajaba duro con sus manos callosas.
La sola idea de poder ir a los establos la ponía eufórica y eliminaba sus nervios de los últimos días, porque a esa dama, le podían gustar mil cosas, pero jamás le llegarían a los talones a su amor por los purasangre.
Joosy Keils sería su doncella en esa casa y la encargada de dormir a su lado por las noches para no pasarla sola. No hizo falta que le presentaran a los guardias que se adherirían a su puerta, porque serían los mismos que hacían ese trabajo en Londres.
Subió por las escaleras junto con la castaña de pestañas largas y sonrisa dulce. Todo era elegante y monumental, digno de la reina misma. Las paredes eran bellísimas y no había un solo rincón que no llevase un cuadro bonito o un jarrón costoso.
ESTÁS LEYENDO
La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico
Historical FictionCulpo a la noche de todos mis pecados, por apagar la luz que iluminaba mi conciencia y encender la llama que brotaba de mi cuerpo pidiéndome que la tomara, la besara, la sedujera de la manera más embriagante, la enamorara de la forma más sublime, y...