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Quizás la charla del señor Francis no era lo que Damon se había imaginado. Pensó que hablaría con Adeline hasta que le lograra invocar la cordura o que quizás le recetaría un jarabe para ese dolor que no podía sacarse del alma. Llegó a creer que sostendría sus miedos y los arrojaría por la ventana, pero jamás que cometería la osadía de burlarse de él en su cara con tales disparates.

Fue por eso que pulcramente y con elegancia, casi lo corrió a patadas de su casa tirando a la basura su amistad.

Vaya que sentía que las entrañas se le retorcían de amargura de solo degustar la idea de llevar a cabo las instrucciones de ese hombre. Y es que en su mente, todos los sentidos que lo dominaban, se resistían a volver a sucumbir por esa mujer.

Sí, estaría ahí para ella porque en su momento de debilidad terminó proponiéndole matrimonio; sí, claro que sostendría su mano cada que los demonios del pasado volvieran a aparecer en las tinieblas. A todo sí, pero, ¿De qué maldita forma iba a protegerse de sus ojos, si cada que los veía rememoraba los trozos en los que lo había roto?, ¿Quién se suponía que alejaría a los espíritus de él cuando lo asechaban? ¿Qué corazón lo protegería del dolor que le atacaba el alma cada que la tenía cenando a lado suyo en la mesa, con las ganas en las manos de tomarla de la cintura y devorarle la boca?

Estaba luchando consigo mismo. Era una guerra interna, una batalla que no pensaba perder. No podía volver a ser débil ante ella, no podía seguir siendo el muchacho al que una vez esa dama le tomó el alma y la volvió suya.

Esa noche, Adeline durmió en su habitación con la doncella encargada de vigilarle el sueño. El señor Gibbs colocó un guardia en la puerta y le ordenó mantener la calmada si un ataque se disparaba.

Pidió que prepararan una de sus casas fuera de Londres, allá donde el campo verde se expande en la lejanía y en el horizonte retumba, hechizante, el rugido de un río profundo que rompe en las rocas.

Lanzó ordenes en todas direcciones para partir antes de que la semana le aplastara los tobillos. Cenó con Adeline, charló tres palabras con ella y mantuvo el rostro abajo, evitando a toda cosa llevar aquella conversación infalible.

Tenía miedo, mucho miedo.

No quería que le volviera a romper el corazón si, por asomo, un pequeño trozo se volvía débil y la reclamaba. Sabía que ella tenía muchos secretos, pero Damon también poseía los suyos y sabía que la rompería si llegaban a escucharlos sus delicados oídos traicioneros.

~•~

-Son unos cabezones-se quejó Matilde mientras rebuscaba en el armario de Adeline algo decente para llevar a su viaje al campo.

La rubia torció los labios y se cubrió los ojos con cansancio. Alrededor de las damas, tres doncellas andaban a un lado al otro empacando lo que la mujer se llevaría, fingiendo que no escuchaban lo que se hablaba.

-Damon es el cabezon-se defendió Adeline.

Matilde soltó una carcajada irónica mientras descartaba un vestido azul.

-Tú también lo eres, cariño. Ni siquiera has intentado hablar con él sobre lo sucedido.

-¡Porque no me ha dejado!-Adeline estaba cansada, confundida... hecha nudos-. No lo entiendo, Maty, aveces se comporta como si aún me quisiera, y otras me mira como si fuera una completa extraña.

-Y tiene derecho.

-Totalmente, pero, ¿de qué forma arreglaremos las cosas si ni siquiera me deja dirigirle más de un par de palabras?

La morena tomó un largo vestido morado del armario y se lo tendió a una de las doncellas para que lo guardara en los baúles. Colocó después los ojos en su amiga y le sonrió como si con ello, pudiera calmar sus miedos y sus dudas.

-Adeline, no es fácil para él tenerte bajo su techo después de lo que le hiciste. Tienes que tenerle paciencia-sus cejas estaban entornadas y en algún momento de la oración colocó sus brazos en jarras-. ¿Tú, en su lugar, crees que estarías fresca como una lechuga después de que te rompieran el corazón?

-No-susurró bajito.

-Pues claro que no. Tiene derecho a ser confuso, a dudarla, a ponerse precavido y pensarla dos veces antes de avanzar contigo, porque una vez ya le diste pase libre, y le rompiste el suelo para que cayera.

Todo era cierto. Ella era la culpable, lo hundió sin contemplación, y dio por hecho que su alma fuerte se recuperaría de la perdida.
Tenían una relación hermosa, una entrega inigualable y unos besos que poco dejaban a la imaginación. Habían forjado sueños y metas, que Adeline no se molestó en romper con el tacón de sus zapatos y un costoso anillo de compromiso que le restregó en la cara al pobre hombre desdichado.

El alma le dolía, después de aceptar que su decisión había sido cruel y errada, siendo que en su momento pensó que era lo correcto.

Se lamentaba, con el alma y el corazón, pero ya no era momento de seguir regando lágrimas por un pasado que debía de quedarse pisado.

La mujer se levantó de la cama y observó a su amiga frente a ella, con un vientre abultado que ya comenzaba a hacerse notar.

-Quiero volver a ganarme su confianza-dijo mirando lejos, moviendo todos sus sentidos hacia un hueco en la pared que no le reprochara sus errores.

Matilde le sonrió y se acercó a ella con una sonrisa en el rostro.

-Te costará mucho trabajo, pero doy por hecho que lograrás hacerlo-confirmó tomándole un hombro a la rubia y acariciando suavemente su piel pálida.

-¿cómo se supone que lo haré?

En los regordetes y rosados labios de la morena, se dibujó ese gesto coqueto que solía soltar para crisparle los sentidos a su marido cuando apenas y se estaban conociendo. Esa mujer le había sacado tantos corajes al pobre hombre...

-Escúchame bien, ¿entiendes?-Adeline asintió-. Si él no quiere hablar contigo, entonces utiliza tus encantos de mujer.

-¿Mis encantos de mujer?-se escuchaba dudosa.

Matilde asintió.

-Sí, querida. Vístete con los bonitos camisones que te he empacado, ponte algo de colorete y píntate los labios. La carne es débil-se encogió de hombros con diversión.

-No la de Damon. Tengo el presentimiento de que se ha vuelto una piedra.

-Lo dudo mucho. Abajo de toda coraza hay un tigre. Solamente te sugiero que te des a la tarea de buscarlo. Sedúcelo hasta que no le quede más remedio que escucharte, y te aseguro que, a partir de ahí, todo irá viento en popa.

-Suena arriesgado.

-Quien no arriesga poco gana.

La conversación para ambas era lo más natural del mundo. Vamos, que habían tenido charlas mucho más... prohibidas. Y la verdad es que jamás hubo problema, pero esta vez era diferente, porque había tres doncellas en la habitación: dos que nada tenían que hacer en la conversación, y una que mucho detalle le ponía, porque todo tema que estuviera ligado con ese hombre, era de su incumbencia.

La Perdicion De Un Hombre |La Debilidad De Un Caballero III | En físico Donde viven las historias. Descúbrelo ahora