Lo primero que perdí

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Allí estaba, cruzando el océano Atlántico en un Boeing 737 en mi primer viaje a Tinebia. A pesar del frío, mis manos sudaban, parecía que mis dedos anticipaban que ese sería también mi último viaje a la isla.

Para la ocasión portaba un fino traje de corduroy blanco que no vestía desde hacía algunos años. Desde que recibí la invitación, imaginé que la brisa del mar en Tinebia jugaría de modo poético con las delicadas líneas que recorrían aquella pieza. Sin embargo, el sombrero que le acompañaba se había quedado 8 mil kilómetros atrás en Venezuela. No podía creer cómo, si este era el viaje más importante de toda mi carrera, había podido olvidar algo de mi equipaje.

Las cuatro horas de vuelo transcurridas solo acrecentaban mi emoción. El desfile de platillos y bebidas frente a mí hizo su aparición, pero ni el salmón, ni el champagne lograron que desviara la atención de la agitada respiración que dominaba mi cuerpo. En mi cabeza únicamente había espacio para aquella frase de Caribay: —Tinebia es una muestra de lo que seremos como civilización en unos 40 años—.

A mi lado viajaba un niño de unos nueve años, de piel clara, contextura delgada, con elegante pero desarreglada vestimenta. Proyectaba el clásico rostro de un pequeño burgués sin mucha motivación. Me confundía enormemente ver a un niño solo, camino a aquel lugar; de hecho, puedo asegurar que no había otro niño en toda la aeronave. Intenté distraer mi atención del hecho, jugando con las rayas marrones de mi corbata, pero en menos de diez segundos volteé hacia el joven y le espeté como quien necesita soltar una pesada carga —Chico, ¿viajas solo?—. Su respuesta me hizo quedar como un completo idiota. Inmutable movió sus ojos hacia mí sin que el rostro le acompañara, tomó con sus dedos el gafete donde indicaba que viajaba solo y me lo enseñó por un par de segundos. Luego, sus ojos volvieron a mirar al frente como buscando en el respaldar del asiento delantero el motivo por el que el universo había dispuesto a un viejo tan idiota a su lado. Apenado, pero con ganas de conocer más al niño, le dije: —Mi nombre es Eric, Eric Romero.

El silencio del niño fue un portazo en la cara. Parecía no tener el menor interés de establecer contacto conmigo. Otro sobre atendido que se convertirá en un cretino en menos de una década, pensé. Tomando en cuenta el evidente desprecio y mi dificultad para permanecer quieto, cogí de mi saco una dosis de Tolgrotina y la tragué sin agua. La toma recurrente de sedantes me había hecho desistir de la necesidad de líquido para esta rutina. Volví a descansar la espalda sobre el asiento, me puse el antifaz e intenté dormir un poco.

—Señor Eric— escuché en medio de la oscuridad. Me levanté el antifaz y volteé para ver al chiquillo mirándome. No tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo, pero sin duda habían sido algunas horas. La cara del niño era completamente diferente a la que había visto hace un rato; atemorizado, descompuesto y frágil me preguntó, mientras yo aún intentaba salir de mi ensueño: —¿Es verdad lo que dicen de la gente de ese lugar?—. Sin tener claridad sobre qué había oído mi pequeño compañero de vuelo, dije: —No lo sé, también es mi primer viaje—. Mis palabras parecían haberlo angustiado más, realmente debo reconocer que tengo una enorme dificultad para calmar a un niño.

—¿Por qué viaja usted?— insistió como quien cae de un árbol e intenta sostenerse de una rama.

—Soy periodista; me ha invitado el Gobierno de Tinebia.

El joven se quedó mirándome y antes de que soltara otra pregunta me adelanté diciendo: —¿Y tú? ¿Dónde están tus padres? ¿Por qué vas solo?— parecía que mis preguntas ahondaban en su molestia, sabía que había tocado teclas sensibles.

—Mis padres se quedaron en casa. Ellos me han enviado al programa de intercambio— dijo el niño con voz quebradiza.

Realmente yo había escuchado muy poco con respecto al programa de intercambio de estudiantes en Tinebia. Había estado preparándome para investigar y documentar los logros alcanzados por el gobierno en temas macroeconómicos, pero nunca me detuve a indagar sobre el modelo educativo de la nueva República. Por primera vez, y gracias a este chiquillo, algunas preguntas golpearon mi mente: ¿Cómo se adaptó esta gente a las nuevas reglas de la civilización? ¿Cómo los educan? ¿Necesitarán educación los adultos al igual que los niños? Creo que mi cara de desconcierto, mi silencio prolongado o quizá el anuncio del piloto que indicaba el comienzo de nuestro descenso, hicieron que el niño posara su mano sobre mi hombro. La siguiente frase que salió de su boca sentenció el transcurso de mis días en la isla y sellaría un pacto por el que arriesgaría hasta mi vida: —No tengo ningún amigo en Tinebia, ¿puedo ser su amigo?

Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora