A ellos o a él

185 13 3
                                    

Luego de unos 15 días de haber interrumpido la liberación de TR en mi brazo, los síntomas de la abstinencia casi habían desaparecido por completo. Había logrado recuperar el apetito después de la fase de vómito recurrente y ya mi sueño nocturno se había regulado a seis horas.

A pesar de haber perdido unos seis kilos de peso en las pasadas dos semanas, me veía bien. Comenzaba a gustarme esta versión de mí, de figura más estilizada, barba recortada cuidadosamente, traje sin corbata, look que estaría incompleto si no estuviese perfumado por el aroma a seguridad que se impregna en el cuerpo de quien ostenta un alto cargo, de hecho, el segundo más elevado en la Oficina de Control de Anomalías después de mi recién designada jefa.

Estábamos ambos sentados en mi oficina. Yo tenía la titánica labor de observar a través de las diez pantallas a personas con respuestas corporales inusuales, para notificar a los oficiales en campo acerca de un posible terrorista entre la multitud que había asistido para ver al Presidente. Mi compañera contrastaba la información de campo brindada por los oficiales con la información cruda que el acelerador nos entregaba cada vez que ingresábamos el nombre de algún asistente; entre ambos, pretendíamos pensar como lo haría Troi; estoy seguro que desde el más allá se burlaba de nuestros vergonzosos esfuerzos por imitar su capacidad de análisis, pero cada vez que veía sobre la mesa de mi oficina el pisapapeles cuadrado hecho con los restos incinerados y compactados de sus procesadores, sentía que podía burlarme de vuelta.

De pronto, el Presidente apareció. El azul de su corbata buscaba apaciguar a los espectadores. Inició su discurso a la nación pero no podíamos oírlo. El sonido de las pantallas estaba deshabilitado para facilitar nuestra concentración, por lo que pudimos obviar el contenido del mensaje. Lo que sí logramos ver fue la reacción de su audiencia, enloquecida por los sucesos recientes y demandando explicaciones por las muertes en el hospital. El Presidente enfrentaba la misión de calmar públicamente a sus seguidores sin revelar nada de lo que realmente había estado sucediendo en el país.

De seguro culparía a un oficial de mediano rango por la decisión pero Tinebia jamás sabría que durante algunos años fue gobernada por un código de programación.

Al lado de las pantallas, enmarcada sobre madera y colgada en la pared, la última fotografía de Tomás, sonriente junto a su familia, era una presencia constante que ocupaba toda la sala y me recordaba que mis acciones estaban orientadas a sostener un gobierno medianamente funcional, mientras lograba desde adentro de éste, producir los cambios en el sistema que Lauve nos había jurado antes de nuestra designación. Aunque quizá, el retrato no era más que una forma de justificar que gozaba estar en el lugar, y que necesitaba un símbolo que aplacara la vergüenza que me producía esa satisfacción. Y es que soy del tipo de hombre que ama ver su nombre escrito, incluso aunque no sea mi nombre de pila e incluso aunque sea en una puerta dentro de la Oficina de Control de Anomalías.

Un libro arrojado desde la muchedumbre impactó la cara del Presidente, e inmediatamente sobre él se abalanzó una docena de oficiales a cubrirlo. La reacción de éstos fue tan rápida que se anticiparon a cualquier orden mía o de mi superior.

Las imágenes de Lauve bajando escoltado del auditorio abucheado por quienes hacía solo semanas se desvivían por él, eran un golpe al orgullo del Estado. Mi compañera y yo nos miramos conociendo las consecuencias que ésto traería.

Sabiendo que necesitaríamos intervenir químicamente para aplacar los ánimos, le dije a mi jefa:—¿A cuánto subimos las Kolshas en el agua?

—¿De la población o de Lauve? — Dijo Marta sonriendo.



Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora