La caricia fría de la punta del bisturí sobre mi piel me hizo involuntariamente apretar el brazo del doctor Arab. No había tiempo para perder por lo que una crema anestésica local había sido mi única herramienta para maquillar el dolor de la intervención.
El doctor casi doblaba la edad de su amigo Lauve, con quien ostentaba una fotografía en la pared que estaba detrás de su escritorio. La exhibía con orgullo junto con algunos títulos de anestesiología, disciplina cuyo dominio no pude apreciar de la mejor forma en mi primera consulta.
Retiró cuidadosamente el ensangrentado terminal de mi brazo y lo lanzó en un frasco con agua. Al caer dentro de él, la sangre se diluyó en el líquido y pude ver por primera vez su apariencia. El espía que me había acompañado durante los últimos días era un cilindro dorado con un diminuto orificio en cada cara de sus extremidades.
El médico limpió la herida en mi brazo y la cubrió con una venda.
El teléfono en mi bolsillo vibró, podía saber que era Troi sin siquiera mirar la pantalla. Tomé el aparato con mi otro brazo y removí su batería.
Justo al colocar el último adhesivo sobre la venda, me acerqué al espejo frente a la camilla y, mirando mi rostro, le pregunté:
—¿Tiene un marcador?
Me entregó uno que tenía en la gaveta de su escritorio. Con él, comencé a dibujar líneas en mi rostro. Aleatorias, las rayas que trazaba iban en cualquier dirección. El médico seguro comenzaba a dudar de mi sanidad mental.
No tenía tiempo para explicarle cómo funcionaba el sistema de reconocimiento facial de las más de 25 mil cámaras distribuidas por todo Mohali y cuán necesario era para mí poder pasar desapercibido durante este día.
Le entregué el marcador, mi reloj y a cambio tomé la granada que había puesto sobre la mesa. Me asombró lo pesada que era aquella diminuta cosa. Pesaba casi lo mismo que mi pistola.
—Recuerda, tiras el anillo y mantienes presionada la palanca de seguridad—, dijo señalando la pieza de metal curvo que recorría el explosivo. —Justo cuando tengas el objetivo frente a ti, la arrojas y tienes cinco segundos para cubrirte de la onda expansiva.
Guardé la granada en mi bolsillo y dije:
—¿Listo para hacerme el último favor?
Juntos fuimos hasta su auto en el garaje del consultorio y abrimos el maletero. Entré a éste, pensando todo el tiempo en Karl. El doctor me miró y cerró la cajuela, dejándome en medio de la oscuridad.
Es bastante diferente entrar a un maletero bajo coerción que por voluntad propia, o al menos en esto intenté enfocarme para no entrar en desespero. De hecho, me sorprendió lo espacioso de aquel compartimiento que permitía me estirase casi completamente.
El vehículo inició su marcha.
A medida que avanzabamos, iba construyendo mentalmente un mapa de nuestra ruta, sintiendo cada giro que hacía el auto. Identifiqué de hecho que, el doctor había elegido una vía más larga para llegar al destino, atravesando un distrito industrial muy poco vigilado por la Oficina de Control de Anomalías.
Menos de diez minutos después de iniciado el recorrido, comencé a sentir los primeros signos del pánico. A pesar del calor en el reducido espacio, mis manos estaban heladas. El aire, cada vez más denso, hacía que respirar se sintiese como tragar jalea. Comencé a contar, un viejo método que había aprendido en la adolescencia para controlar ataques de pánico. Me enfoqué en un objeto que pude palpar a mi derecha, era una raqueta de tenis. Uno a uno, iba tocando y contando cada cuadro que se formaba por la intersección de los hilos de nylon. Recuerdo que pensé que quizá el Presidente y el doctor compartían una afición que pudo haberlos acercado años atrás y convertirlos en compañeros de combate durante la revolución que llevó a Moussa al poder.
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Un Viaje a Tinebia
Mystère / ThrillerUn viaje a Tinebia es una novela llena de suspenso y psicodelia. La historia se desenvuelve en un universo distópico llamado Tinebia, en donde todas las sustancias psicoactivas han sido despenalizadas y el gobierno promueve su consumo entre los ciud...