Despierto

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Desperté. Ya eso era mucho. Sonreí porque había ganado la apuesta más grande de mi vida. Respiraba lentamente y miraba alrededor buscando reponerme e identificar en dónde me encontraba. Me di cuenta que en mi viaje a Tinebia ya era normal levantarme sin conocer mi paradero.

El olor a libros viejos y a humedad despertó en mí cierta familiaridad. Estaba en aquel oscuro lugar en donde conocí a Kani. Allí me rodeaban una docena de personas mirándome. Era como si presenciaran el nacimiento de alguien. Entre los rostros familiares pude precisar al portero que tenía cara de pocos amigos y a Marta. Lo primero que dije fue:

—¿Es cierto lo que me mostraste de Tomás?

Marta se acercó y me dijo:

—Toda interacción que tendrías desde que subiste al avión, fue planificada por el gobierno. Él tuvo un propósito y lo cumplió. Lo único que es cierto, es que es venezolano, de resto, solo es un artilugio emocional del sistema para mostrarte que las cosas sí funcionaban. Su nombre, vestimenta e historia fueron diseñadas cuidadosamente para impactarte.

Hice silencio. Y luego dije: —Tengo hambre.

Todo el grupo estalló de risa. No sé por qué, pero justo en ese instante hice consciente que llevaba demasiado tiempo sin comer. Marta me dijo: —Lo sabemos, tu última comida fue hace casi dos días, por eso hemos preparado varios platos para ti— y su dedo señaló una mesa improvisada con lo que en algún momento fue una puerta color amarillo, sus patas y sillas eran unos 500 libros apilados. Al caminar hacia ella hallé un plato hondo, rojo, lleno de camarones rebozados con lo que lucía como un toque de paprika, a un lado dos pequeños platillos, uno con una crema color amarillo pálido y otro con una color rojo escarlata. En un extremo de la mesa pude ver tres platos color celeste medianos, en ellos habían mejillones al ajillo, pequeños pulpos con cebollín y en el último, vegetales al vapor.

Finalmente tomamos asiento a la par que Kani nos servía a todos copas de vino que él mismo había hecho. La sensación de familiaridad con el grupo me recordó a la vez lo solo que estaba en esta etapa de mi vida en la que me había distanciado de casi cualquier ser humano que alguna vez consideré mi amigo.

Justo cuando fui a tomar el primer camarón, Marta me detuvo, tomó mi mano y me entregó algo parecido a una semilla marrón, diciendo:

—Mastica esto por un minuto, luego come.

Con la semilla en la boca y ansioso por descubrir de qué era la salsa roja a un lado de los camarones, le pregunté:

—¿Qué es la semilla?

Kani contestó desde el otro extremo de la mesa mientras se comía un puñado de éstas:

—Realmente no es una semilla, los nativos de Wogabe la llamaban "Timbi" y es técnicamente un fruto de una planta llamada Erythrina Solium. En unos 30 segundos después de que la hayas masticado completamente, perderá su sabor amargo y durante los próximos 40 minutos estimulará tu sistema nervioso para amplificar la cantidad de información que pueden percibir tus papilas gustativas. Verás, la planta es venenosa, pero atrae con sus frutos a los roedores, y altera su sentido gustativo para que éstos coman no solo el fruto sino de sus hojas y mueran.

—¿Por qué comes un puñado y yo solo una?— pregunté.

Kani sonrió y dijo: —Tolerancia, hijo.

La idea era no menos que interesante, y habiéndose ido ya el sabor amargo, decidí ponerla a prueba con la inquietante salsa roja. Con mi dedo índice toqué la superficie de la crema y lo llevé a mi boca.

Electricidad, no sé qué mejor palabra utilizar para describirlo pero un corrientazo viajó desde la punta de mi lengua hasta mis pulmones. El golpe de sabor fue tan abrumador a la primera, que ni siquiera pude identificar qué había probado, había sido embestido por el estímulo. Agitado y aún asombrado con lo que sucedía en mi boca, miré a mis compañeros que me observaban entre risas. Decidí tomar otra dosis de crema roja del tamaño de una gota bien formada. La dejé caer con más suavidad ahora en la mitad de mi lengua y ¡BOOM!, un intenso cosquilleo se desprendió desde allí hacia los costados de mi lengua, era una sensación agradable, fuerte y que aumentaba y disminuía como pequeñas pulsaciones. Rápidamente identifiqué el sabor protagonista y era el pimiento rojo. Dulce, marcadamente dulce, pero por primera vez en mi vida podía disfrutar de las diferencias de cada una de las partes que componen a un pimiento, a pesar de estar todas integradas en una misma gota. Descubrí que su pulpa era fresca y ésta me producía una sensación masajeante en la punta de la lengua, mientras que su piel, más amarga, me generaba unas pequeñas contracciones involuntarias en la raíz de la lengua y una especie de calor en la garganta.

El sabor del pimiento no era lo único, podía identificar todos y cada uno de los condimentos utilizados en la fórmula, era una sinfonía en donde la soprano era la hoja de laurel y el tenor era el ajo que había sido definitivamente macerado por algún buen rato en aceite de oliva.

Estaba extasiado por lo que sucedía en mi boca, realmente nunca antes en mi vida había disfrutado de la comida, solo me había alimentado.

Durante los siguientes minutos solo comí crema de pimiento rojo, una y otra vez. Había tanto que descubrir de este plato que lo demás quedaría para otra ocasión. Solo le acompañé con agua, la más fresca del mundo, aún podía saborear los minerales en ella.

Con la mejor comida de toda mi vida, decidí despedirme del grupo, aún extrañado de como dejaba incólume el almuerzo.

Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora