Jean Moulin Rouge

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Caminaba por las calles nuevamente, estaba bastante confundido, no recordaba cómo había llegado al Hotel ni cómo había salido, solo podía percibir un detestable olor a orina. Pensé que las drogas que recibí en el bar me habían afectado más de lo que creía.

Volteé y lo vi. Tenía una fachada mugre y un viejo letrero de bombillos rojos que decía: Jean Moulin Rouge. Realmente casi nunca decía la frase completa puesto que los bombillos de la palabra "Rouge" titilaban por una especie de cortocircuito. La entrada estaba adornada por una poco amigable puerta de acero con un afiche que decía en francés algo como: "Mamadas a cinco Tulsums".

No sabía si descubrir lo que habría detrás de la puerta o enfrentar otra vez al pasillo de orina. En medio de mi indecisión, alguien haló la estructura de acero y dijo: —¿Entras o te vas?

No tenía idea de lo que implicarían esas palabras, pero por alguna razón, preferí entrar.

Era un lugar totalmente distinto a lo imaginado. Una vieja biblioteca repleta de libros por todos lados. Montones y montones de textos viejos que crecían desde el suelo, estaban arrumados por todo el lugar. Al final, la antigua estación para lectura había sido modificada para fungir como bar.

En la biblioteca —o bar, aún no sabía cómo llamarla— había unos tres hombres y unas cinco mujeres; vestían como bohemios y se repartían por toda la sala leyendo. Algunos colgaban en hamacas descansado, otros caminaban con sus libros en mano y otros se encontraban sencillamente echados en el suelo sumergidos en la lectura. La escena me pareció interesante pero distaba de entenderla.

Detrás de mí y en las sombras se encontraba alguien —presumo que quien abrió la puerta—, un hombre fornido de aspecto tan amigable como la puerta de acero. Se acercó y me preguntó en mal castellano: —¿Cómo llegaste aquí?

Le contesté que no tenía idea. Le expliqué todo el asunto de las drogas que había consumido recientemente y le dije que mi memoria había estado sufriendo un marcado deterioro. El hombre miró al resto y gritó algo en francés que no logré entender. Seguidamente, un joven de unos 23 años de edad corrió una torre de libros al final del bar. El caballero que me dio entrada dijo, señalando al oscuro lugar que se abría detrás de la pila de textos: —Allí está lo que viniste a buscar en Tinebia.

A ver, estoy en un lugar rodeado de gente que no conozco, en un bar que ofrece mamadas a buen precio, en un barrio que huele a orina y alguien me invita en español a pasar a una habitación oscura contigua a la sala principal. Definitivamente no me sentía cómodo con la idea, es por eso que miré en dirección contraria, hacia la puerta de dónde venía, cuando insistió la voz del hombre:

—Señor Romero, allí está lo que ni Tomás ni nadie le puede contar de Tinebia.

Quedé impactado, inmóvil, horrorizado, pero una sonrisa se comenzaba a gestar en mi rostro. Sentía que alguien estaba dispuesto a revelarme el secreto de este lugar. Caminé sin preguntar hacia el hueco oscuro hasta atravesarlo. Una vez adentro, una luz se encendió en el cuarto. En el centro de éste, había una mesa y dos sillas viejas hechas rudimentariamente con pedazos de madera. Sobre la mesa se encontraba un vaso con un líquido cristalino.

Tomé asiento, agarré el vaso con mi mano y comencé a detallarlo. Estaba seguro de que no tomaría nada en ese contexto. Fue en ese momento cuando escuché la voz ronca y grave de aquel hombre diciendo: —Tómala, es el único vaso de agua pura que has visto en Mohali.

Ante mi resistencia, se sentó en frente. Era un señor de unos 67 años de edad, caucásico, con barba poblada, cabello largo y vestimenta hindú. Su vello facial era gris, abundante y estaba especialmente iluminado por la luz del cuarto. Su rostro, lleno de incontables pequeñas imperfecciones que contaban la historia de quien había visto demasiado durante su vida, transmitía paz y serenidad.

Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora