Los hermanos Youssef

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Hacía más de 17 años que Ahmad y Noah habían logrado llegar a Wogabe; de hecho, fueron los únicos de la numerosa familia Youssef que consiguieron escapar vivos de los Nihitas del sur durante la persecución cristiana en Botsuana.

Luego de que se desmembrara su núcleo familiar, Ahmad, había pasado de ser el sexto hijo del matrimonio entre Kofi y Nasha a convertirse en el hermano mayor y único de Noah. Su ropa siempre holgada, al menos dos tallas de más, y un esfuerzo por hacer más grave su aguda voz, eran quizá las formas en la que había interpretado cómo asumir el inesperado rol del hermano mayor.

Por su parte, Noah, de actitud introspectiva, mirada perdida y sonrisa ausente, había volcado todo su interés hacía la programación desde hacía ya más de una década. Sus dificultades para interactuar con otros seres, parecían haber fomentado su interés por el lenguaje binario.

Ambos, tinebios por haber estado en el momento justo en la decadente Wogabe, ahora vivían en la pujante Mohali, el primero como carpintero y el segundo como profesor titular en la prestigiosa Escuela de Ingeniería de la ciudad.

Su paso por el sistema de reeducación fue quizá, uno de los más exitosos para la nueva República, tanto así que ambos personajes se convirtieron por años en parte del sistema de propaganda del gobierno. Durante la naciente Tinebia era común ver entre las paradas del tren, las vallas en las grandes avenidas en construcción y los afiches dentro de cada local, al menos unas 100 veces al día, las caras de los hermanos Youssef, atestiguando el inmenso valor de someterse a la reeducación. Sus dramáticas historias permitían a todo el que las conociera, sentir repudio hacia la religión por ser no solo el marco ético que daba cobijo a la innecesaria prohibición de sustancias que había causado tanta violencia en Wogabe, sino la causa directa de la muerte y desaparición de millones de personas en África por luchas asociadas a dogmas espirituales.

Lo que no anunciaban los cuidadosamente elaborados panfletos era que, a raíz de tantas "intervenciones químicas", Noah había perdido casi parcialmente su capacidad visual y su respuesta afectiva, convirtiendo su alegre semblante en una plana expresión perpetua, tampoco describían que Ahmad continuaba definiéndose como Cristiano, hecho que éste guardaría con recelo luego de ver el resultado de la reeducación incesante en su hermano.

Conocía muy bien sus historias pues ambos perfiles estaban en mi sobre de manila acompañando a Camile, y si los datos eran adecuados —realmente los datos de la Oficina de Control de Anomalías siempre son adecuados— los Youssef estarían esta noche en el Centro de Astronomía de la Escuela de Cosmo-Ingeniería.

El recinto, en obras de remodelación era, según los informantes del Estado, el espacio predilecto para encuentros entre algunos rebeldes universitarios. Es por eso que a las ocho de la noche llegué al lugar, tal cual como me indicaron, por la puerta posterior. Al ingresar vi la enorme cúpula del planetario iluminada solo por velas. Unos cuatro jóvenes se encontraban de rodillas de cara a una proyección, con el rostro de Jesucristo sobre una de las paredes laterales. Imitándoles, me acerqué y asumí la misma posición de los jóvenes que, ahora podía distinguir, murmuraban pasajes bíblicos enteros. Transcurrieron unos tres minutos hasta que aparecieron, primero Noah, vestido de túnica blanca y un cordón dorado alrededor de su cintura, portando un incensario que despedía un aroma a jazmín. Detrás de él, su hermano, vestido también de blanco con una estola roja bordada en dorado alrededor de su cuello, caminaba lentamente siguiendo los pasos de su hermano menor con una biblia en su mano.

Se ubicó justo frente a su acólitos y a un lado Noah le acompañó.

"Y vino otro Ángel que se ubicó junto al altar con un incensario de oro y recibió una gran cantidad de perfumes, para ofrecerlos junto con la oración de todos los santos, sobre el altar de oro que está delante del trono" (Apocalipsis 8,3)— dijo Ahmad.

"Que mi oración suba hasta ti como el incienso, y mis manos en alto, como la ofrenda de la tarde" replicaron los jóvenes, de rodillas.

Durante unos ocho minutos observé con detenimiento la ceremonia. Una ajustada versión de una liturgia cristiana, que en un tono de voz muy bajo, incluyó la lectura de un salmo, un par de críticas frontales al sistema de gobierno de Tinebia y la comunión de los feligreses ante el sacerdote. Durante toda la sesión, el olor a jazmín se confundía con el aroma del temor de todos los presentes a ser descubiertos.

Esperé hasta el final para saludar a Ahmad. Sabía que cualquier acercamiento debía ser con él antes que con su hermano.

—Gracias padre— le dije en rudimentario francés, delatando mi verdadero origen.

—Gracias a ti, hijo.

—Padre, me gustaría confesarme.

La petición parecía ser rutinaria para aquel hombre, porque inmediatamente volteó hacia su hermano y le susurró algo al oído. Éste caminó hacia la cabina de control del observatorio, un espacio de unos cuatro metros cuadrados, allí, al lado de una silla, colgó desde el techo una separación hecha de tela con pequeños agujeros en su centro, que juntos formaban un recuadro. De un lado de ésta quedó entonces la silla y del otro corrió una caja de equipos improvisando otro asiento.

El padre señaló nuestro "confesionario" y ambos caminamos hacia él, cada uno tomando asiento en su lugar correspondiente. Sabía que, en la clandestinidad, el protocolo de confesión debía ser acortado, por lo que de entrada espeté:

—Padre, desde hace años he ocultado mi identidad por temor. Mi verdadero nombre es... Ignacio, Ignacio Carvajal— dije, dejando algunos segundos para que digiriese la información—. Debo confesar que he mentido una infinidad de veces, pero solo en búsqueda de la libertad de cientos de miles de personas. En nombre de esta bandera, he cometido crímenes, horribles crímenes que me atormentan.

El hombre permaneció en silencio.

Continué: —Hoy quiero saber si mi esfuerzo es en vano o si goza de la buena mirada de Dios.

—Dios nos quiere libres y nosotros no somos más que un instrumento para su voluntad... No hay qué perdonar. Jesucristo te alienta a seguir adelante en su nombre— dijo en un tono de voz reconfortante.

Se levantó del asiento y se alejó caminando sin despedirse.

Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora