Camile Fave

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Estaba en medio del oscuro callejón en el que se encuentran la calle 118 y la plaza 9. Hacía al menos dos años que en este mismo lugar Zareb M. —un líder rebelde— había sido capturado por la Oficina de Control de Anomalías. A pesar de que el evento nunca fue reseñado en ningún medio, el aroma del descontento había quedado impregnado en el ambiente.

Junto conmigo se encontraban 50 kilos de pega, un rodillo, un arnés, cuerdas de escalar, 2 mil impresiones tamaño carta y la titánica labor de armar y empapelar sobre las rocosas y ásperas paredes de la 118, un afiche de Zareb de diez metros en blanco y negro. El retrato era la única foto conocida del rebelde y lo mostraba gritando frente a la plaza 9 unas semanas antes de su “desaparición”. El arte en blanco y negro con la palabra “Anomalie?” me había sido entregado en la memoria USB algunos días atrás.

Estaba llenando de pega las hojas correspondientes a sus dientes cuando la luz blanca de una linterna alumbró el angosto y tétricamente iluminado callejón. Mi reacción inmediata fue correr en dirección contraria a la plaza. No había completado tres zancadas cuando las luces del auto policial se encendieron, y con ellas la característica sirena de los cuerpos de seguridad del estado en Tinebia. A diferencia de otras en el mundo, era un solo pitido constante, incesante y agudo, más parecido a una bocina —en un país en donde los autos ya no tenían bocinas—, este perturbador pito quizá sembraba en el imaginario popular la idea de que las fuerzas de control no cedían ni se agotaban.

Inició así mi persecución por el angosto camino. El auto policial conducía en contravía a toda marcha y yo solo llevaba unos 20 metros de distancia recorridos. Sin hacer cálculos demasiado exactos, era notorio que si no lograba escapar de esta calle sería embestido o apresado en menos de 15 segundos. Fue así como decidí intentar escalar las paredes de piedra de tres metros de altura que me rodeaban. Las llantas del auto policial rechinaron detrás de mí. Justo cuando mis manos alcanzaron la cúspide de la pared, todo mi cuerpo se puso rígido y mis extremidades se extendieron, obligándome a caer al suelo. Por algunos segundos más seguí electrificado por el taser.

La oficial, parada frente a mí, arrancó los cables conectados aún a mi cuerpo con una mano, mientras me continuaba apuntado con la pistola electrificadora. —¿Qué diablos hacías allí?— dijo en un tosco francés característico de los habitantes de Himbagué, un pueblo de pescadores en la costa sur de Tinebia.

—Me acojo al derecho de no responder— dije casi inmediatamente.

A pesar de que la caída había sido desde casi tres metros de altura, no sentía dolor, probablemente porque mi sistema nervioso estaba todavía ocupado intentando canalizar los 8 mil kilovatios que había recibido hacía solo segundos.

—Levántate— indicó, con un tono de fuerza pero a la vez agotamiento. Atendí su llamado y me erguí frente a ella.

—¿Sabes que debo llevarte a que seas investigado a profundidad por eso que estabas haciendo allá detrás?

La palabra “profundidad” fue pronunciada con un énfasis particular. Me mantuve en silencio.

—Lentamente toma tu cartera y dame tu carnet de identidad.

Con cuidado removí mi cartera del pantalón y saqué el carnet para entregárselo. Lo tomó, lo miró, me miró y repitió este proceso al menos unas cuatro veces. Miró detrás de sí y abrió la puerta trasera de su camioneta. Yo, de inmediato, entré sin oponer resistencia alguna.

Subió al auto, tomó su radio transmisor y dijo una combinación de números que no alcancé a descifrar. Encendió la brillante luz interna del auto, me miró por el retrovisor unos extensos cinco segundos —que se sintieron como minuto y medio— y comenzó a digitar en su teclado. A través del retrovisor leí “FAVE” bordado en su pecho en hilo amarillo. Sus ojos azules, tan claros como un cielo despejado, y su cabellera abundante y rubia eran una referencia tan útil que no había entendido cómo me habían entregado una fotografía suya en blanco y negro.

Encendió el auto y se enrumbó hacia la autopista 101.

Estábamos ahora rodeados de frondosos árboles de al menos ocho metros de altura en la autopista que conecta a Mohali con el pequeño pueblo minero de Nainoa. Habían transcurrido unos 35 minutos desde nuestro encuentro en el callejón y desde entonces no habíamos intercambiado palabras. Ella volteaba cada dos minutos, me miraba y regresaba su mirada al frente.

En la medida que el sol iba ganado terreno frente a la oscura noche para dar paso al amanecer, alcanzaba a ver más detalles en su rostro a través del retrovisor. Podría asegurar que los movimientos rápidos de sus ojos, el golpetear de su dedo índice con el volante y un ocasional diálogo interno evidente por los movimientos tímidos de sus labios, eran evidencias de su nerviosismo.

De pronto, orilló su auto sobre el hombrillo de tierra que separaba a la carretera del denso bosque. Bajó y abrió mi puerta.

Le acompañé bajando.

Me apuntó con su arma y me dijo: —¿Cómo escapaste  en 2014?

Sonreí. Esta era una de mis hazañas favoritas como Ignacio.

—Por la puerta principal.

Su mirada incrédula y el cañón firme frente a mi cabeza me estimularon a continuar elaborando mi respuesta.

—¿Quieres la historia corta o larga?

—La verdadera— indicó sosteniendo decididamente su arma.

—Dos meses antes de la fuga comencé una estricta dieta. Solo consumía el equivalente a 400 calorías al día. Logré adelgazar unos 15 kilos hasta situarme casi en los 60. Luego provoqué, con un cortocircuito, el famoso incendio de la lavandería. Al día siguiente, sustraje todos los equipos internos de una de las lavadoras industriales incineradas y los lancé a la basura junto con algunos escombros del incendio. El día de la fuga, desde las 5 de la mañana, retiré la placa posterior de la lavadora y me metí en ella, llenando con mi cuerpo los espacios vacíos que había dejado el día anterior, básicamente abrazando el tambor metálico. Cerré desde adentro la estructura y aguardé. Ese día los técnicos retirarían todos los equipos que debían ser sustituidos al mediodía. Lo único que no había podido calcular era que varias máquinas habían sido afectadas y que esto requeriría varios traslados, por lo que permanecí unas nueve horas respirando el hollín del incendio, abrazado a la estructura interna de la lavadora.

En este punto de la historia, su mano se suavizó y su arma comenzó a descender mientras comenzaba a sonreír. Sabía que era mía.

—Y pues, salí por la puerta principal. Llegué 40 minutos después a Mohali, donde se encontraba la fábrica. Ya desde allí, salir fue bastante más sencillo que de una prisión de máxima seguridad.

—Así que realmente eres él. Carvajal. No puedo creer que yo te haya atrapado haciendo vandalismo— dijo, aún asombrada por mi relato.

—La pregunta es ¿crees que hubieses podido llevarme hasta la estación policial?

—Pensé que eras una leyenda urbana. Una historia que cuentan los rebeldes para infundir ánimos en los más jóvenes.

Sonreímos ambos por un instante y le dije: — ¿Por qué me trajiste aquí?

—Tienes suerte. Resulta que creo en lo que haces.

La miré, me acerqué a ella con la confianza que nunca había tenido para acercarme a una mujer guapa y le dije mirando sus ojos azules: —Esta es la primera vez que me ayudas a escapar de un aprieto, no la última—. Mis ojos acompañaron los suyos mientras yo comenzaba a caminar de espaldas hacia el bosque. Ella continuó observándome hasta que los arbustos lo impidieron.

Había logrado el primer objetivo de la Operación Reagan.

Un Viaje a TinebiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora