Capítulo XXX. Últimas Horas

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(0 días: 20 horas: 36 minutos: 54 segundos para la extinción de la humanidad. Zona X.)

El planeta comenzó a tener cambios conforme volábamos hacia Guatemala, el cielo se tornó rojo, las pocas nubes que quedaban eran tan oscuras como la noche, los árboles morían, la tierra era árida y el aire comenzó a quemarnos la piel. Teníamos solo unas cuantas horas para llegar a Tikal y evitar que esto se convirtiera en algo irreversible.

Durante nuestra primera noche, nos refugiamos en un pequeño almacén, en viejo puerto de Veracruz, México. No quisimos pasar por el mar, por obvias razones. También evitamos volar después del atardecer; para no toparnos con ninguna otra bestia.

La segunda noche traté de estar a solas con Alex, pero Jorge y Lydia insistieron en que hiciéramos guardias constantes para estar seguros. Llegamos a una pequeña casa en Yucatán, la única de pie después de la tragedia. Espero que en medio de todo esto, Alex y yo podamos tener aunque sea unos segundos a solas.

(0 días: 15 horas: 36 minutos: 54 segundos para la extinción de la humanidad. Zona X.)

—¡Ya estamos en Guatemala! —nos gritó Alex.
—¿Cuánto tiempo crees que resistan los propulsores Lydia? —le pregunté.
—¡No tardan en fallar! —me contestó.
—¿Oigan? ¿Soy yo? ¿O a ustedes no les hace falta aire? —preguntó Jorge.
—Debe ser el oxígeno de la tierra, ha de estar crítico en estos momentos —le dijo Alex.
—Yo también tengo dificultades para respirar —dijo Lydia.
—¡Hay que llegar lo antes posible! —les sugerí.

Gracias a Alex pudimos encontrar nuestro camino fácilmente, estudió los mapas y coordenadas durante horas. —El Capitán Steve, hubiera estado orgulloso de él —pensé.

(0 días: 9 horas: 16 minutos: 18 segundos para la extinción de la humanidad. Zona X.)

Después de recorrer unos cuantos kilómetros de selva muerta, alcanzamos a ver una conglomeración de nubes negras formando espirales y llenas de relámpagos; bajo un cielo tan rojo como la sangre. —Este lugar me recuerda a mi sueño —pensé.

—¡Estamos cerca!, la pirámide debe de estar dentro de aquella tormenta —les advertí.
—¿Ahí dentro?, nos vamos a pulverizar —me contestó Lydia.
—Estaremos bien, te lo prometo —le contesté.
—Debemos ir perdiendo altura —nos sugirió Alex.
—¡De acuerdo! —dije.
—¡Ombligos a la tierra! —gritó Jorge.

Todos giramos en sincronía y comenzamos a descender. Entramos en aquella densa tormenta, la cual, ocasionó que chocáramos unos contra los otros, como aviones en turbulencia.

—¿¡En qué estabas pensando cuando decidiste entrar aquí Will!? —me gritó Jorge.
—¡Solo un poco más se los prometo! —les indiqué.

De pronto, sentimos que los propulsores comenzaron a fallar, uno tras otro.

—¡Tenemos un problema! —gritó Lydia.
—¡Debes de estar bromeando! —gritó Jorge.
—¡Vamos a caer! —les grité.
—¡No pierdan la concentración o podrían irse al espacio!, ¡no tenemos paracaídas! —nos advirtió Alex.

De golpe perdimos altura, nuestra velocidad no disminuía.

—¡¿Cómo metemos freno de mano?! —gritó Jorge.
—¡No hay manera! ¡Prepárense para caer! —gritó Alex
—¡Al tocar tierra, sujétense de lo que sea! —les indiqué.

Volamos a través de la vegetación pútrida de la selva, destrozando todo lo que había a nuestro paso. Perdimos la concentración al aterrizar; la gravedad nos succionaba hacia el espacio. Por suerte, caímos en las ramas de un árbol y logré sujetar la mano de Alex, antes de que cayera al abismo.

Ella Está VivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora