Frio, sangre y lágrimas.
La ciudad de nueva york es una ciudad en la cual los inviernos son fríos y largos, es normal que esta ciudad quede cubierta por un manto de nieve en los meses más fríos. Las nubes suelen descargar su agua sobre ella y en ocasiones sin piedad.
Yo siempre he sido una persona que ha amado el calor del sol, siempre me gustó más mi cuerpo cuando tras la exposición al sol mi piel quedaba bronceada. Pero acabe en nueva york, y eso está bien porque no recuerdo desde cuándo, pero quería vivir allí.
Eran algo más de las diez de la noche, el cielo estaba oscuro apenas se veían las estrellas, en cambio la luna si se veía, grande y redonda, cuando la miré una nube gris pasaba lentamente por delante de ella. Como yo ya esperaba la calle estaba desierta, cosa que agradecía, cuando vives en la zona del distrito de Bronx en el que yo lo hacía es mejor así.
Era mediados de noviembre, y como es normal en esta ciudad hacia frio, mucho frio. El abrigo negro sobre mí me protegía del frio, como hacia mi bufanda gris oscuro enrollada en mi cuello y medio escondida bajo mi abrigo. Mi guantes del mismo color que mi bufanda calentaban mis manos. Y ese pequeño gorrito gris también permanecía sobre mi larga cabellera castaña dorada dándome calor. Unos pantalones vaqueros claros y desgastados tapaban mis piernas.
Aunque llevaba varias capas de ropa en mi cuerpo, para mantenerlo caliente, no podía evitar sentir algo de frio. Mis manos estaba hechas puños dentro de los bolsillos de mi abrigo junto algo de dinero, mi móvil sin batería, y las llaves. El aire que salía de mi al respirar parecía humo, y aunque yo no lo viera sé que mi la punta de mi nariz estaría ligeramente roja.
Llevaba unos diez minutos caminando y en ese tiempo no había visto a nadie por la calle. Había restos de la última nevada en la ciudad junto los bordillos de las aceras y supongo que en lo alto de los grandes edificios. La mayoría de las farolas estaban apagadas, alguna parpadeaba encendiéndose y apagándose, por lo cual la calle permanecía en las sombras.
El único sonido en esa solitaria calle era el de mis botines negros chocando contra el suelo, hasta que un grito desgarrador de dolor hizo que diera un pequeño brinco asustada y parara de caminar. Miré a mi alrededor pero no había nadie en la oscuridad la farola junto a mi parpadeaba sin decidirse si estarse encendida o apagada.
Otro grito algo menos fuerte se hizo escuchar y mi cabeza instintivamente se giró hacia un callejón sin salida a unos metros de mí. Me alejé de la farola palpitante y me pegué a la pared de ladrillos marrones y sucios. Muy cerca de esta pared y sin dejar de pasar mi mano metida en un guante por los ladrillos caminé hacia el callejón.
Mientras más me acercaba más podía escuchar los quejidos de algún hambre y los golpes que otro u otros le estaban dando. Cuando llegué a la esquina que daba al callejón apoyé mi espalda en la pared de ladrillos. Sabía que yo no debía estar ahí, sabía que yo no debía ver lo que pasaba allí, sabía que lo mejor era que me diera la vuelta y me alejara de allí, antes de que fuera tarde.
Pero no lo hice. Tímidamente asome mi cabecilla y vi a unos tres hombre de espaldas, frente a ellos había otros dos, uno de ellos estaba adolorido y era sujetado por el otro. En aquel callejón no había ninguna farola ni ningún tipo de luz que me permitiera ver el rostro a alguno, solo podía ver sus siluetas. Uno de los hombres de espalda a mi saco algo del bolsillo de su chaqueta, algo que no pude ver, y se acercó al que era sujetado.
—Maldito hijo de puta.—
Esa voz gruesa hizo que me estremeciera, pero apenas me dio tiempo a hacerlo cuando le estaba clavando algo en el vientre a aquel hombre, quien gritó de dolor. Y yo estuve a punto de hacer lo mismo, pero no de dolor sino de la impresión, pero volví a apoyar mi espalda en la pared mientras mis manos aún metidas en los guantes grises fueron a mi boca.
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Libérame.
AcciónÉl me dijo una vez que creía que todos tenemos un demonio dentro, que el sacaba el demonio de todo aquel que se le acercaba, hasta que llegue yo, entones comenzó a dudar si todos teníamos un demonio dentro o no, pues en mí nunca lo encontró. —Angie—...