La Llegada

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Se encontraba a punto de atravesar la última puerta en la planta para experimentos de ese edificio, una puerta menos que lo acercaría a la libertad. Fue cuando un destello proveniente de la ventana derecha atrapó su curiosidad. Inevitablemente llevó sus ojos hasta aquel lugar solo para descubrir a una niña –similar a su hermana- tendida sobre una camilla, de esas que los doctores usaban en para sus operaciones experimentales. Entonces sintió el súbito peso de algo superior. El peso de entender que algo lo sobrepasaba.

Ahora debía tomar una decisión.

Tuvo claro que las cosas empezaron un viernes por la tarde. El sol aún estaba en lo alto, descendiendo de a poco, llegando a notarse que el ocaso estaba por aproximarse. En ese momento se encontraba moviendo la antena de la televisión, intentaba que la señal fuese más clara, nítida dentro del parámetro de un joven de su edad, fue cuando sintió una leve presión en el hombro izquierdo. Era su madre, quien buscaba su atención. Al mirarla vio en su rostro felicidad, sin embargo sus ojos expresaban temor, preocupación y una tristeza a un nivel tan profundo que un hijo no podría terminar de comprender.

Notó que dos hombres se encontraban a espaldas de la mujer. Vestían elegante, con trajes de tela azul oscura y corbatas negras, sus zapatos eran del mismo color, muy bien cuidados y lustrados. Uno de ellos llevaba un sombrero que iba a juego con el resto de su ropa, mientras que el otro llevaba un portafolio en su mano izquierda. Las gafas gruesas y el portafolio de este último daban a entender que él era el encargado de los asuntos importantes, mientras que el segundo ejecutaba las acciones complicadas. Ambos, con sus rostros serios y con sus miradas astutas, dieron la impresión al joven de ser espías, de esos que estaban de moda por las películas que reflejaban las confrontaciones ideológicas e intelectuales que se daban entre americanos y soviéticos. Los sujetos dieron una mirada rápida al muchacho, como si buscasen algo en él que valiera su largo viaje. Tras ello pasaron a una mirada minuciosa y muy discreta por la casa. Llegaron a la conclusión de que se trataba de una típica vivienda de una familia humilde de la frontera de Rumania.

Tanto los hombres, como la mujer y su hijo, tomaron asiento en las sillas de madera que rodeaban la mesa pegada a la pared del comedor. Los dos posibles espías tenían una forma peculiar de hablar, usando palabras sofisticadas y complicadas –algunas hasta técnicas–, que provocaban que el muchacho llegase a perder el hilo de una conversación muy importante por preguntarse qué significaban palabras como prototípico, intangente, ininsusperable, pacificaciador. Pero lo que sin duda alguna lo dejó fuera de la charla fue cuando los sujetos misteriosos nombraron a su hermana menor. Desde ese momento no escuchó más, sólo lograba ver como los labios de los hombres y su madre se movían articulando palabras que no llegaban a sus oídos. Él estaba inmerso en sus pensamientos centrados en su hermana y en lo que podría sucederle. Finalmente, después de unos minutos que llegaron a ser eternos dentro de la cabeza del joven, su madre asintió por última vez con la cabeza, el hombre del portafolio sacó una serie de papeles y los colocó en el centro de la mesa, acto seguido los acercó a la mujer deslizándolos con los dedos. El hombre del sombrero metió su mano derecha en el bolsillo de su camisa cuando su compañero lo golpeó suavemente en el brazo advirtiendo que se necesitaba un bolígrafo para la dama.

Desde el asiento trasero del auto negro, él escuchaba con agudeza como su hermana menor lloraba y pedía a gritos que su mamá la suelte, pero ella no lo hizo. Y supo que era mejor así.

En el trayecto recordaba el fuerte abrazo de despedida de su madre seguido de unas breves palabras que susurró en su oído. Eso, sumado a la caricia rápida que hizo en el cabello de su hermana, hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas, pero no estaba dispuesto a llorar. No en ese auto. No frente a esos hombres.

Cruzaron la frontera que lo alejaba en cada centímetro de Rumania y supo que no regresaría a su hogar en un largo tiempo. Sí, Rumania estaría allí por siempre, pero su familia era otra historia, una que él quería cambiar. Aun cuando no terminaba de entender lo que estaba pasando, tenía la certeza que era por un bien mayor, o al menos uno para su hermana.

Una vez que entraron a Ucrania, los misteriosos hombres de azul no tardaron en conducir hasta su destino. Un edificio de tres plantas se situaba frente al auto negro. El espacio, aún con la oscuridad de la noche, era visiblemente amplio. El edificio se extendía en largo lo suficiente como para saber que dentro había muchas oficinas o habitaciones, tantas que el chico se sorprendió al imaginarlas. Esto despejó un poco su mente del melancolismo de dejar atrás a su familia, y se dio el fugaz lujo de ser egoísta y esperar lo mejor de vivir en un sitio como el que tenía en sus narices. Un gran error.

–Síguenos –ordenó uno de los aparentes espías. Y así lo hizo.

La curiosidad lo invadió. Quería ver qué era lo que lo esperaba una vez que cruzase la gran puerta de vidrio blindado. Allí dentro observó gente caminando de un lado a otro, entre los que se encontraban ejecutivos, secretarias, y doctores –a quienes identificó por sus largas batas blancas. También vio algunos hombres y mujeres que vestían igual a los sujetos que lo llevaron. Intuyó entonces que el edificio podía tratarse de alguna clase de sede central de espías, o algo similar. Y tenía sentido para él. Tenía toda la pinta de ser una base secreta; ubicada a la lejanía de la civilización, con personas de todo tipo, conversaciones privadas, y muchos espías más. Pero no tardó en preguntarse ¿era sólo eso o algo más? La suerte, sin embargo, se encargó rápidamente de responder esa pregunta.

En el ascensor que se encontraba al fondo del pasillo, los esperaba un doctor. A él le fue entregada la serie de hojas que firmó la madre por la tarde, y mientras el doctor las revisaba, el ascensor comenzó su descenso. Esto, por alguna razón, descolocó al muchacho que creía que el edificio solo tenía plantas superiores, mas no una inferior. Pero la maquinaria continuaba bajando, era tres los pisos inferiores. En el último bajaron sólo el doctor y el joven, ambos caminaban por un pasillo blanco con varias puertas metálicas a los lados. El joven miró atrás para ver como los hombres de azul volvían a subir.

–¿Sabes por qué estás aquí? –preguntó el doctor sin siquiera mirar al menor a su costado.

–N-no. –El joven se encontraba algo descolocado. Aún estaba intentando descifrar el objetivo de ese lugar cuando el doctor hizo la pregunta. Notó en este último el cabello cano con entradas, su vejez empezaba a ser difícil de ocultar, pero lo que más llamó su atención fue el gafete con su nombre. "Dr. Johansen". No era rumano (lo que era obvio por la claridad de su piel) ni ucraniano (también obvio por el acento en su forma de hablar).

–Bien Ata... Ato... –El doctor tenía dificultades para entender la letra de la madre en el papel.- Atanase. Estás aquí para ayudarnos, colabora con nosotros como lo pedimos y todo estará bien. Entre más rápido entiendas eso, mejor.

Atanase estaba por responder. Tenía sus ojos plantados con nervios y algo de miedo en la puerta metálica frente a él. Una puerta que podía significar cualquier cosa, una puerta de incertidumbre. Al abrirse, el doctor lo invitó a entrar en una habitación que, una vez dentro, se encendió automáticamente. Él sólo pudo escuchar un "Que lo disfrutes. Empiezas temprano" seguido del estridente ruido de la puerta metálica al cerrarse bruscamente. Algunas puertas se cerraban fuerte y con ruido.

El muchacho tuvo tiempo para descansar de todo lo que había pasado en ese día, lo hacía a la vez que examinaba su habitación. Paredes blancas, focos fluorescentes blancos, piso gris frío, cama de metal con unas cobijas dobladas –alguien debía preparar su cama antes de dormir-, espejo empolvado en la pared frente a la puerta. No era para nada lo que esperaba, y la pintura que caía de las paredes al contacto dejando al descubierto el gris del cemento, lo confirmaban aún más.

Aquella noche durmió pensando en su madre, su hermana, en los espías, el doctor, en los otros niños y jóvenes que debían vivir en ese lugar –aunque no vio a ninguno cuando llegó–, y entre todo eso se percató de una cosa. Las plantas interiores tenían un aspecto familiar y a la vez extraño. Familiar porque lo relacionaba con un hospital, y extraño, porque ningún hospital que haya visto se asemejaba a eso. Pero tal vez... tal vez si a un laboratorio.

Y cerró sus ojos, porque entendía que algunas puertas se cierran fuerte, con ruido, y otras, sin notarlo, con lágrimas.

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