El Nuevo

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El sonido repentino de una alarma rebotó en cada rincón de las habitaciones. Era muy temprano, tanto que ella sabía que el sol no había salido. Quizá eran las cuatro de la madrugada, o las cinco si se quería tener esperanzas de que ese día logró dormir más. Sabía, por rutina y costumbre, lo que se debía hacer. Quitarse la ropa de dormir, usar el uniforme, meter algo en su bolsillo derecho, quitar las cobijas de su cama, doblarlas y colocarlas en el suelo. Había que hacerlo pronto. Hubo descubierto por las malas que las habitaciones, al ser tan cerradas y encontrarse en los pisos inferiores, guardaban fácilmente el mal olor, y hacer esto daba tiempo a purificar un poco el aire mientras se encontraba fuera en sus actividades.

Una segunda alarma indicó que las puertas metálicas estaban por abrirse. Ella salió y se encaminó a los ascensores donde no le tomó mucho tiempo llegar afuera. El tener una rutina ahorraba mucho tiempo, pero aún con esas, había gente que llegaba antes a los ascensores, en esas ocasiones no tenía de otra que usar las gradas. Otra cosa que hubo descubierto es que, los días de entrenamiento físico, era mejor ir relajado, sin haber gastado energía en las gradas puesto que las necesitaría en los agotadores ejercicios.

Dolorosos y fatigosos. Así podía describir cada día de entrenamiento físico. La muchacha no entendía cómo habían jóvenes que podían esforzarse en los adiestramientos sin terminar tan cansados como los demás. Ella no era de palabras, así que nunca se consintió con una charla con esas personas para saciar su curiosidad.

Otra cosa que no terminaba de entender era cómo algunos jóvenes preferían correr a los comedores y tomar toda la comida que podían en lugar de primero darse una ducha. Ella lo hacía así, lo encontraba relajante e higiénico, y en ese lugar, mantener esas costumbres era un lujo. Hace mucho comprendió que las duchas solían estar casi vacías en el momento en que ella iba, y estaba agradecida por eso. La privacidad era otro lujo, y era quizá el único que no quería perder nunca. No de nuevo.

En teoría en eso consistía su rutina en los días de entrenamiento físico. Pero ese día hubo algo diferente cuando, otra vez uniformada, se dirigió a los comedores. Al tomar su bandeja y colocar la comida que quería para ese día, notó que había un joven, un poco más alto que ella. Era de los pocos que todavía se encontraban comiendo. Probablemente se trataba del joven que escuchó la noche anterior hablando con un adulto; el nuevo. Y por la forma de comer, junto a su cabello azabache y tez ligeramente oscura, supo dos cosas; tuvo una vida casi pobre, y era de la frontera rumano-ucraniana. Sin querer se vio reflejada en él porque hay pasados que no se esconden en el presente.

Todos los días, después de la primera actividad programada, se daba un lapso de descanso de casi dos horas en la que los chicos podían comer y descansar, después de eso se dirigían a la primera planta inferior, en la que se encontraba un salón inmenso lleno de ejercicios mentales. Cuando ella tomaba asiento, no tardaba mucho en resolver varios de los ejercicios. No los resolvía todos, pero si más que el resto de personas en el lugar. Su estrategia se basaba en que si un acertijo la hartaba o no podía resolverlo en ese momento, pasaba a otro. También se tomaba un descanso entre ejercicios para despejar su mente. Entre todas las cosas que no entendía de ese lugar, lo único que tenía claro era que despejar su mente la ayudaba a mantenerse firme, cuerda, y con un propósito para seguir.

En ese edificio, tras lo que había experimentado, a lo único que le temía era a la noche. Hombres en bata siempre entraban a su habitación para tomar medidas de su cuerpo, muestras de sangre y de otras cosas más. No podía evitar frotar su dedo meñique cada vez que los doctores ingresaban, no olvidaba cuando se llevaron muestras de tejido epidérmico. Pero esa noche estaba relajada porque era sábado, y no martes. Odiaba los martes.

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