Capítulo III

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Karsten

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Karsten

    Miro mi reloj. Devonne dijo que no tardaría en enviarla, pero sigo caminando ida y vuelta frente a la cama matrimonial.       
    Me limpio las manos en los laterales de los pantalones tácticos. No hay caso, el cloroformo con el que bañé el paño que se esconde en mi bolsillo trasero ha dejado su aroma impreso en mi piel.
     Hay un lavabo, probablemente hecho con conexiones ilegales, junto al sofá en la pared opuesta. Me acerco y abro el grifo. El agua tarda en salir, las tuberías vibran y chocan las paredes hasta que logro humedecerme las manos y quitarme los restos del aroma con un trozo de jabón que ni siquiera me permito imaginar para lavar qué cosa ha sido usado.

     Un espejo antiguo y sucio cuelga encima. Contemplo mi reflejo: mi cabello taheño oscuro está comenzando a engrasarse otra vez y media lunas se oscurecen bajo mis ojos.

     He viajado desde el oeste del Globo para llegar aquí. Tres horas a pie, siete en tren y una noche durmiendo en una abandonada estación de policía para volver a caminar el doble de horas y tomar otro tren que tardó un día entero en traerme hasta aquí.

     Me urge una siesta de seis meses.

     Me lavo la cara aprovechando que es agua limpia la que sale del lavabo. Hoy en día uno no corre la suerte de encontrar algo como esto con facilidad. Estoy tallándome los ojos cuando la puerta se abre. La madera cruje bajo un par de botas negras. Aferrándome al lavabo aún con una mano y contra la otra arrastrándose por mi mandíbula levanto la vista.

     La chica da un paso al frente y cierra la puerta con el pie. Jeans oscuros, una camiseta térmica negra y un chaleco del mismo color combinan con la gorra que cubre parte de su rostro. Me mira bajo la visera y la cola de caballo castaña se desliza de por su hombro cuando alza el mentón.

    —No eres lo que imaginaba —dice, evaluándome.

    —Tú tampoco lo eres —respondo alejándome del lavabo.

    De fondo de oye uno que otro grito carnal y pasos yendo y viniendo. Nos examinamos en silencio y siento los músculos de mi espalda tensarse al ver su mano derecha.

     Tiene un puño de acero.

     —Que no te asuste mi juguete, me lo prestó una amiga —dice siguiendo mi mirada.

     —Los armas no asustan por sí solas, asustan quienes las portan —digo con cautela—. ¿Debería estar asustado de que la chica por la que pagué tenga algo como eso? —Como la mierda que sí, esa es la respuesta, pero espero que responda.

      —Posiblemente. —Pisa fuerte con los talones al acercarse y su rostro se vuelve más nítido: sus cejas son rellenas y casi rectas, tanto como la línea que forman sus delgados labios. Sus ojos chocolate no filtran ninguna emoción y tiene la piel de las mejillas escamada, seca—. Ahora te diré qué haremos por los próximos veintisiete minutos que restan. —Ella analiza los objetos alrededor mientras habla:— Nos quedaremos en silencio, cada uno en un extremo de la habitación. Despídete de los planes que tenías para entretenerte esta media hora y ensaya lo bien que le dirás que la pasaste a Devonne. Intenta algo conmigo y juro que no saldrás de aquí, sigue el libreto y esto es tuyo. —Saca del bolsillo de su chaleco un fajo de billetes—. ¿Trato?

     —¿Karsten, cariño? —Su voz está rota a pesar de que se esfuerza por aparentar que está bien—. ¿Eres tú, verdad?

     Me asomo solo lo suficiente por el pasillo para verla arrodillada en el piso. Deja de juntar los trozos de porcelana cuando me ve.

     —¿Se fue? —inquiero inseguro—. ¿Estás bien?

     Sé que no lo está, pero estoy tan automatizado a formular la pregunta que se me escapa de la lengua.

     La trenza de mamá esta deshecha, como si hubieran tirado de ella decenas de veces hasta que todo el esfuerzo que hizo por arreglarse y lucir linda esta mañana desapareciera. La manga de su vestido está rota y la falda manchada de sangre. La golpeó otra vez y como evidencia está ese hilo rojo que se apresura a limpiar de sus labios con el dorso de la mano.

     Se le cristalizan los ojos y aparta la mirada. No me dice que sí para tranquilizarme como lo harían otras madres.

    Ella no me miente, nunca.

    Doy media vuelta y le hago un seña a Muffin para que se siente. El perro levanta una oreja puntiaguda y obedece, no sin antes darle un chupetón a mi mano. Salgo del pasillo y me cruje el hueso de la rodilla izquierda. He estado por tanto tiempo agachado bajo del escritorio, abrazando a Muff, que se me entumecieron las piernas.

     —Espera. —Levanta su mano en mi dirección mientras sus ojos descienden a mis pies descalzos—. Vas a cortarte, Karsten. Ve a ponerte los zapatos.

     Bajo la mirada a las tablas de madera y muevo los dedos de los pies en mi lugar. Cruzo la pequeña cocina cuidadoso de esquivar todos los trozos filosos.

     Parezco un bailarín.

     Un bailarín que va a rescatar a su mamá.

     —¿Por qué eres tan terco? —Ella me alcanza preocupada y me toma por la cintura. Paso de ser bailarín a superhéroe cuando vuelo del piso y a sus brazos.

     —Solo quería hacer esto —me defiendo rodeando su cuello. Sé que le gustan mis abrazos. Dice que son su cosa favorita en todo El Globo, incluso en el mundo.

     Siento su pecho llenarse de aire y su corazón latir a mi ritmo favorito bajo mi oreja. Su piel es suave y lisa cuando él no le deja cicatrices.

     —No debes arriesgarte a salir herido por nadie, ¿entendido? —Me lleva hasta la mesa y fragmentos de porcelana crujen bajo sus zapatos de medio tacón.

     Me deja sobre la mesa y me examina los pies. Son pequeños y todos los zapatos que nos donan me quedan demasiado grandes, pero ella dice que me crecerán algún día.

     Seré como Pie Grande, pero pelirrojo.

     —Pero tú eres mamá —objeto—, por ti sí.
Ella me sonríe tanto como puede, lo cual no es mucho. Le duele hacerlo.

     —No, ni siquiera por mí —responde antes de apartarme el flequillo del rostro y acariciarme el cabello—. No debes hacerlo porque de todas formas nadie podrá separarnos. Siempre volveré a ti antes de que salgas herido, antes de que vayas a buscarme. Tú solo espérame, ¿trato?

     No me convence, pero ella siempre cumple sus promesas.

    —Trato —sururro.

    La chica de la gorra levanta el fajo de dinero a la altura de sus ojos, incitándome a responder.

    —Trato —acepto.

Sin piedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora