Capítulo XXIII

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Karsten

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Karsten

      La alameda Saint Rocke ya estaba repleta por la mañana, y siendo ya el mediodía asumo que debe estar desbordante de gente.

     Cuando todos se despertaron poco después de que me puse la camiseta de Myko gracias al llamado de Mercy, vi algo en todos sus rostros que no había notado antes. Tal vez fue la forma en que se tallaban los ojos mientras gemían a modo de queja o la mirada perdida y somnolienta que tenían.

     Todos son jóvenes, entre los quince y no más de los veinticuatro. Al verlos de día parecían tan fuertes como si llevarse El Globo por delante no fuera nada, pero mientras dormían y recién levantados, aún en la bruma del sueño, mostraban una vulnerabilidad fresca.

    No dejan de ser un minuto en veinticuatro horas, diría el viejo farmacéutico de mi barrio. La metáfora cobró aún más sentido cuando Myko intentó ponerse su chaleco y maldijo por lo bajo. Su mano, desde que me escapé de su golpe y terminó conectando los nudillos contra la piedra fuera de La Ratonera, se ha estado hinchado. He notado que en las alcantarillas rotaba la muñeca, comprobando si aún funcionaba. Hoy llegó el punto límite y Letha dijo que necesitaba algo de tiempo para conseguirle anti-inflamatorios, vendas y pastillas para aliviar el dolor. Todos estuvieron de acuerdo a pesar de que él insistió en que estaba bien. El corte que tiene Nisha en la frente aún no ha sido desinfectado o tratado tampoco.

      Mercy se los quedó mirando un rato. Era obvio que todos se estaban descuidando para no atrasar el rescate de Enora. La chica de la gorra, entonces, sentenció que ellos iban a quedarse en Saint Rocke, ayudar a Letha con los suministros y dejarse tratar mientras Clay y ella iban por lo que denominó equipaje pesado.

     Y me arrastraron con ellos.

     Caminar sesenta minutos a lo largo de la playa no ha sido exactamente fácil con el estómago vacío, pero estoy acostumbrándome a la sensación de que mis tripas podrían comerse unas a las otras en cualquier momento.

    —¿Qué estamos buscando exactamente? —pregunto en cuanto se detienen a examinar los alrededores y puedo permitirme apoyar las manos en las rodillas para descansar.
 
     Mis músculos se sienten incómodos bajo mi propia piel tras haberlos obligado a dormir sobre el piso de esa especie de hotel. No es que no haya dormido en lugares peores antes, como dentro de armarios.

     —La entrada al paraíso. —No sé si Clay está siendo sarcástico o no, cuesta darse cuenta cuando siempre tiene la misma expresión facial y hablar despectivamente es propio de él.

     —¿Nunca oíste hablar de la Cueva de Cerbero, cierto? —pregunta Mercy seguidamente. A pesar de que niego con la cabeza y ella está de espaldas debe saber que no tengo ni idea de lo que está hablando—. Es una especie de shopping, pero para adultos.

     Mis cejas se arquean y, aunque no digo nada, Clay me lanza una mirada de advertencia sobre su hombro.

    —Que tu mente no lo retuerza.

Sin piedadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora