Prólogo

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Prólogo
Bordar, hornear pastelillos, saber que cubierto usar, sentarse bien, tocar algún instrumento, conocer de poesía, cantar, ir a misa, hacer caridad (y no necesariamente sentirte bien con eso), parecer sumisa aunque no lo seas, sonreír siempre, ser educada (nada acerca de política, ni deportes), ser una dama…
Para Madame Barreau eso era la base de cualquier adoctrinamiento femenino, los cimientos de un ventajoso matrimonio, y el éxito de una verdadera señora de alta sociedad.
Ana Paula, Ana Leticia y Ana Lucía conocían muy bien cada una de estas lecciones, las habían practicado por años, y ahora con mayor ímpetu que nunca, su padre se había esmerado en pulirlas, sentía que le debía a su difunta esposa entregarle a sus hijas la mejor educación que el dinero pudiera comprar.
Se había quedado viudo, sin una idea remota de como continuar la crianza de tres niñas, y un hijo mayor dedicado a la vida militar. Cuando la fiebre amarilla tocó a su puerta ciertamente no estaba preparado, nunca imaginó que Joaquín uno de sus más preciados empleados hubiera adquirido la temida enfermedad gracias a unos besos robados a una joven del pueblo más cercano. Vivían en la hacienda más alejada del asentamiento rural, como iba a imaginar que la peste que azotaba las grandes regiones llegaría a su remota propiedad.
Sin embargo allí estaba cabizbajo ante la pena que solo produce la despedida definitiva, lanzó una flor sobre la tierra húmeda de la tumba de su amada Anabelle; ese día se juró a sí mismo brindar a sus hijos cuanto tiempo pudiese, como su dedicada esposa hubiera querido.
Pero una cosa es el calor de la pérdida y otra el día a día, donde muchas veces sentía que la ardua tarea de educar a tres niñas era demasiado grande para él, así que más tarde entregado a sus pensamientos llegaría a varias conclusiones, la primera, enviaría a Ana Lucía, su hija menor, de tan solo 6 años al presuntuoso seminternado que su cuñada de la capital siempre le recomendaba. En cuanto a Ana Leticia y Ana Paula, de 10 y 12 años respectivamente culminarían su educación en casa, pues lo previsto por la institutriz era acabar con las lecciones en un par de años.
Siendo así, no veía la necesidad de desprenderse de todas sus hijas, era la más pequeña quien necesitaba una mejor educación, su esposa prácticamente había dejado totalmente educadas a las mayores, pero instruir a la menor se había vuelto en una laboriosa odisea; la pérdida temprana de su madre la había convertido en una pequeña malcriada y traviesa, pasó de ser una damita delicada a un pequeño trol como solían decir sus hermanas, ni rastro de la niña sonriente y de excelentes modales que antes había sido, por tanto su actitud resultaba un compromiso casi imposible de llevar a cabo por un hombre entregado al esforzado trabajo del campo.
Rodrigo Alonso su hijo mayor ya tenía la edad suficiente para entrar a la academia militar, ese era su sueño, ver a su hijo dedicado al arte de la guerra que él tanto deseó, y que no pudo concretar por su deficiencia en la rodilla derecha. Para aquel entonces el muchacho ya tenía 16 años y era la viva imagen de su padre, todo tamaño y altivez, gallardo, con excelente salud y bien educado, así que no le fue difícil entrar a la milicia, fue enviado a la capital unos meses antes de la inesperada muerte de su madre.
Para Rodrigo Ernesto de las Casas una nueva vida estaba comenzando, pero también para las tres Anas y el Joven Rodrigo. Sin embargo una cosa eran sus planes y otra lo que el destino tuviera preparado para esta pequeña familia.

Ana desde el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora