Parte 43 - Pareja de alma II

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Pero apretó los dientes hasta que la tensión de la mandíbula se esparció al resto de su cuerpo y lo mantuvo inmóvil justamente donde estaba, solamente mirándola, ciñendo el agarre sobre la cabeza del león en el bastón y presionando hasta que los nudillos se blanquearon. Su torso, sin embargo, ascendió con una inspiración profunda y la mano de ella se desplazó unos milímetros que sirvieron para hacerle muy consciente del calor que irradiaba su cuerpo a tan escasa distancia.

Si ella supiera lo íntimo que era tenerla tan cerca, no se atrevería a arrimarse de esa manera, no si tuviera una pequeña idea de lo que le cruzaba la cabeza cada vez que lo hacía. Cosas para las que no pondría nombre y tampoco nada que no fuera voluntad para resistirse a ellas. A su encanto, a la forma desquiciante en la que lo volvía loco, sacándolo de quicio ya fuera por temeraria, desobediente o por seductora. No, seductora no. Inocente. Su inocencia era lo que lo arrastraba por el camino de la amargura.

- Sí.- Masculló.

- ¿Sí?- Ella parpadeó, ladeando un poco la cabeza. Al hacerlo, tuvo que contenerse para no inclinarse y capturar de ella algo más que sonrojo. Un gemido, no, una cacofonía de ellos, largos y tórridos.

Maldita sea.

- Duele.- Barbotó, irguiéndose más para poner algo de distancia con ella y torciendo la cabeza para dejar de observarla, centrándose en la disposición de la mesa, donde todavía no había un solo bocado, nada más que la cubertería y el centro de mesa.- Mucho.

Y no la pierna, exactamente, se recriminó a sí mismo. Aunque, para lo que realmente le molestaba, lo de andar incómodo también se le aplicaba. Y estaría encantado de sentarse para reacomodarse y tener cierta distancia. ¿Sería la idea de enlazarse a ella lo que le estaba perjudicando al juicio? No, era el saber que ella daría la vida por él.

Eso le atraía como lo hacía el imán a los metales.

Ella luchando por su vida, siendo tan poca cosa como era. Eso le seducía, igual que lo seducía su inocencia y su presencia, de la misma manera que su voz y su carácter, que bien le arrancaba una risa que lo hacía tirarse de los pelos.

- Te ayudaré a llegar. Quizás deberías de volver a la cama.

- No me menciones la cama.- Masculló, tomando una aspiración que soltó en un brusco resoplido. Luego la miró de reojo, advirtiendo su confusión, así que no le dio para más que arrugar las cejas y barbotar:- Tengo más hambre de la que te imaginas.

- Pero también puedes comer allí.

No, a menos que tú estés en el menú.

- Será mejor que nos sentemos ya.- Tenso, le echó el brazo por los hombros y la pegó a sí mismo, muy a desgana, aferrándose a su hombro que apretó en una presión suave, empezando a pensar que lo de fingir tener la pierna tocada iba a atormentarlo más que beneficiarlo, si es que iba a ser siempre así.

No, ya está bien, céntrate en el asunto y deja de comportarte como un crío recién destetado, que no naciste ayer. Y tampoco es que nunca hayas estado con una mujer. Es óxido, eso es todo, óxido y poco más que eso. Respetas su valentía, pero no la deseas. No la deseas y, maldito imbécil, aunque lo hagas, no vas a ir por ese camino. Cíñete a tu condenada misión, que es salvar Pangea y protegerla a ella., se fue diciendo a sí mismo, con la finalidad de distraer su mente de lo que ocurría ahora. De la curva de su cintura cerca de él, del pecho de ella tocándole el costado, del latido raudo de su corazón, de su brazo entorno a su espalda o su mano en la cintura, de la sensación de su propio brazo bordeándole los hombros delicados y el calor que irradiaba su hombro, a una palma de distancia de la cumbre de sus pechos. A un suspiro de su boca.

Prisma - El beso del legionarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora